René Arturo Villegas Lara

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René Arturo Villegas Lara

Leyendo un artículo precioso de don Francisco Pérez de Antón, uno de los escritores en Guatemala que más me gusta leer, publicado en la edición de este domingo en el Periódico, refiere con singular belleza todas las circunstancias que surgen en el itinerario de la vida de los seres humanos, que un día se van de su Ítaca, como el Ulises de la Odisea de Homero, a recorrer el mundo lleno ilusiones y se encuentra con dificultades y sinsabores, sobre todo con deidades que pretenden confundirnos y desviarnos de la ruta que en última instancia nos dificultan regresar al punto de partida, pero que al final, regresamos. Al fin y al cabo, eso es cerrar el círculo de la vida. En el itinerario hay que taparse los oídos con cera de abejas para que las envidias, las deslealtades, las ingratitudes, la más abyecta de las deidades, no nos hagan tragar mentiras amargas y dirijamos nuestra barca a la Ítaca que dejamos con todo y la inocencia con que nacimos. Al nacer, se parte dice don Paco Pérez de Antón, y agrego yo que al morir se regresa. En ese regreso esta la culminación de la odisea, en donde se espera ya no volver a partir porque se perdería el encanto del punto de partida. Cuando el doctor Arévalo escribió Memoria de Aldea, estaba volviendo al lugar de sus primeras correrías, a su Taxisco de grandes extensiones de pastizales, a sus mangales y palos de chicos y zapotales, en donde bastaba una piedra, un tetunte o un leño para tener en las manos una deliciosa fruta. O mi recordado amigo William Lemus, con su precioso libro Historia de un Pueblo Muerto, cuando con su sensibilidad de poeta vuelve a su pueblo, Monjas de Jalapa, y descubre y platica con personas que ya no existen, casas que desaparecieron, tiendas en donde ya sólo venden recuerdos, pero es su Ítaca que solo existe en su memoria. O el gran Moyas, Miguel Ángel Asturias, que vuelve al regazo de su madre hecho un hombre y con el jornal ganado. Yo también tengo mi Ítaca: Chiquimulilla en la década de los años 40, cuando las calles eran empedradas, las casas tenían corredores, con pilares para amarrar caballos, todos nos conocíamos y por eso, al encontrarnos, siempre nos saludábamos y había un viejecito ciego, don Camilo Mancilla, un émulo de don Francisco de Quevedo y Villegas, que juzgaba a los políticos con el mejor de los ingenios. Pero, el tiempo suma y uno resulta ser un extraño en su propia tierra. Y entonces queda la memoria y eso es suficiente para que los recuerdos sean realidad; sea la Ítaca que uno dejó y que está allí, sin moverse un dedo de lo que en realidad existía cuando uno se fue. Es agradable convivir con el recuerdo. Es el otro polo de los sueños futuros. Y como dice Luis Cardoza y Aragón: “Lo que escribes es como hablar dormido: quieres rescatar algo de tu infancia irrescatable. […]Son súbitos encuentros y reencuentros con cierto orden de fulgores, minúsculas catástrofes espasmódicas, cortejos de máscaras y emociones reales e imaginarios: al volver a los años profundos lo que se haya es imprevisto”.

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