Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Por la gran meseta castellana se desliza serenamente el río Carrión. En uno de sus recodos se asentó, desde antiguo, una comunidad que llegó a conocerse como Carrión de los Condes. En 1938 sus ilustres construcciones de piedra y sus tejas se confundían en un mar de trigales. En ese mes de septiembre las espigas doraban el paisaje mientras que toda España se tenía de rojo. A 40 kilómetros al norte está Cervera de Pisuegra, pueblo asentado en la montaña Cantábrica, en el corazón de la montaña Palentina (por Palencia); allí nació un niño el 8 de septiembre, una fecha auspiciosa –Natividad de la Virgen– para alguien que habría de dedicar su vida a su devoción. Era hijo de un guardia civil, una posición en extremo compleja en medio de la descarnada guerra civil que desgarraba a España. Fue trasladado a Carrión donde creció el chaval.

Pepito, así llamaban al crío, dio sus primeros pasos cuando en su patria alumbraban las primeras luces, o sombras, de un régimen dictatorial que habría de durar más de treinta años. Vino luego la Segunda Guerra Mundial en la que España, a pesar de no ser beligerante, sufrió los efectos negativos de esa hecatombe. Con todo Pepe –que ya había crecido–, expresó su vocación religiosa. A los 18 años hizo su primera profesión, el día 6 de junio (día de los maristas) de 1956. Fue trasladado a Cuba donde vivió, y sufrió, el ascenso de los barbudos. Al igual que muchos otros hermanos, sufrió la catástrofe del comunismo. A poco lo trasladaron a Guatemala en donde los maristas empezaban el colegio Liceo Guatemala. Hizo aquí sus votos permanentes en 1961.

Entonces había en el Liceo un 90 por ciento de hermanos maristas, casi todos españoles, y un 10 por ciento de profesores laicos. Por eso nosotros absorbimos de primera mano todas las experiencias de una España que, a pesar de la lejanía, sentíamos muy familiar. Nos hablaban, con acento castizo, del verano y del otoño (¿qué es eso?), de la nieve, las fallas, los callos, las ramblas y los toros; del marcado énfasis al mes de las flores (pero aquí tenemos flores todo el año).

José Alcalde García –tal era su nombre completo—falleció el pasado 27 de abril. Partió en medio de otra catástrofe, aunque no por causa del virus; de hecho no era tan “mayor”: 81 años. El hermano Sósimo, a sus cien años cumplidos se está cuidando del virus en la zona 11. Pepe era de constitución recia y buen deportista (aunque no tan buen futbolista como él creía). Pero la mayoría de hermanos se han ido marchando: Max (Don Max), Julio, Chofo (eléctrico), Merino (Cejas), Eloy, Baltasar, Heliodoro, Prieto, Gaínza, Fortunato, Teófilo, Miguel, Marcelino, Ricardo, etc. Seres humanos con virtudes y defectos, igual que todos.

La Historia se desliza por agitaciones turbulentas, calamitosas (léase la actual crisis) pero también por transiciones paulatinas. Es así como se ha deslizado este cambio que desde nuestros años de graduación se ha venido dando en el Liceo (y otros colegios religiosos). Cada vez hay menos desprendimiento, menos vocaciones. Así, la partida de Pepe –así, cariñosamente—marca el fin de una etapa de ese momento de la educación en Guatemala. Al despedirlo cabe agradecer a esa generación de hermanos que dejaron familia, casa, patria, para dedicarse a la enseñanza de niños en ultramar. Las cenizas de Pepe quedan en esta tierra en la que sembró mucha instrucción pero sobre todo, compartió esa tierna devoción a María, que siempre nos lleva a Jesús. Hasta pronto Hermano Alcalde.

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