Mario Alberto Carrera
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Cuando hay tragedias colectivas/colectivas, esto es, de las que dejan honda lesión en el tiempo misterioso de los pueblos y cicatrices mortales en la piel de una ciudad, se presiente que algo grave está pasando en parte del planeta . Este fue el terror que experimenté cuando ocurrieron los terremotos de febrero del 76. En cuanto comenzaba el rumor estruendoso de las réplicas también replicaban en el corazón. En muchos casos –todavía hoy- con el más leve temblor torna la pálida saudade.
El miedo a estos fenómenos regresa a nuestra olvidadizas memorias cuando tornan –funestos y sin tener la cortesía de avisar- estos cabalgantes bíblicos. Cuando cerca del bosque de nuestra casa se inicia un incendio o cuando se desatan un millar de temblorcitos “enjambre” les dicen o como ahora que sin miedo histérico y con la cabeza bien puesta estamos a la espera o a la despedida de esta peste (así se les llamaba antes) que nos tiene en ascuas literalmente sentados sobre el poyo encendido.
Pasan años y por A o por B no volvemos a recordar aquel momento trágico en el que pudimos perder la vida con unos pocos compañeros en un accidente o en un estadio lleno de hienas furiosas y, por lo tanto, otra vez, su cercanía y los calofríos que, de su fría compañía, de su negar el mañana, de su sellar las puerta donde están unos y donde están otros (cada quien su pecado y su portón mortal) para que el principio del Juicio final se inicie pintado por Miguel Ángel.
En ese cuadro vemos la grandeza de Dios (para los creyentes) su infinita potencia ante el universo y su manera de ver el mundo que entre sus manos parece una objeto inerme -y destructible- de Limoges. Dos dedos parecen acercarse para recordar que nos hizo a su imagen y semejanza o que por ósmosis el contacto -casi objeto- será el revulsivo mágico (en este caso cósmica magia) que unirán lo imposible: lo humano con lo divino.
Algo de esto hay en todas las religiones: ser como el Padre Eterno –para entrañar su inmensa sabiduría- y ser como Dios o al menos tener alguna de sus atributos como quiso la pobre Eva sin fruto edulcurante alguno, sino lo contrario: el amargo sabor de la hiel.
Dicho todo esto podríamos preguntarnos ¿quién ha enviado el corona virus? ¿ quien sopló ese viento gris sobre el planeta para que los humanos tan débiles, enfermizos e insignificantes comenzaran a caer en un infierno como de insectos a la luz de esa mortífera luz que los extermina?
Ante una pandemia podemos concientizar mediante el filtro del temor cerebral (la amígdala) el terror de lo que es la inminencia de un nuevo golpe sobre las espaldas humana.
Yo los invito queridos lectores, a que vuelvan a contemplar El Juicio Final (que muchos han olvidado y no lo entienden cuando leen El Credo) y hoy que lo digital conduce al mundo, recrear virtualmente quiénes se salvarán y quiénes se condenarán.
Las antiguas pestes servían, entre otras cosas, para disminuir la población de las ciudades que se iban haciendo grandes y para decirle a la gente que el Señor estaba de malas así que cuidadito con no comportarse ¡como Dios manda! y ser o santo o caballero para evitar la visita del virus.
¡Tantas cosas y recursos que se han empleado para mantener al redil dentro de su majada y no se escape a la llanura revolcarse en el cieno! Por eso de cuando en cuando conviene recordar El Juicio Final donde la carne humana se asa al pastor.