Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Marroquín

Pocas familias fueron tan poderosas, tan ricas y tan llenas de locura como los Romanov en Rusia. Esta familia imperial gobernó por 304 años un imperio tan extenso y de forma tan caótica que cuesta imaginar cómo lograron detentar el poder por más de tres siglos. Uno de los libros más fascinantes que he leído fue precisamente sobre esta familia, del historiador inglés Simon Sebag Montefiore, en donde se menciona que el Imperio Ruso fue aumentando 142 metros cuadrados al día, lo que es igual a 52 mil kilómetros cuadrados al año desde que esta familia ascendió al trono. Para ya adentrado el siglo XIX, se calcula que dicho imperio abarcaba una sexta parte de la superficie terrestre. Dado su atraso social y económico, Rusia venía a ser algo así como la finca privada más grande del mundo de los Romanov y su aristocracia.

Este era un mundo de opulencia, lujos, excesos y desenfrenos sexuales de la élite. De un excesivo enriquecimiento de una minoría a costa de una vasta mayoría oprimida y explotada, los llamados siervos, sin derechos y en condición similares a la esclavitud. No es de extrañar lo que predijo el zar Alejandro II en 1855 (62 años antes que estallase la revolución), en cuanto a que si los de “arriba” no hacían reformas de forma voluntaria y pacífica, vendrían los de “abajo” a imponerlas de forma brutal y violenta.

304 años y veinte zares después, el odio de millones de siervos acumulado por generaciones dio rienda suelta a una violencia apocalíptica que barrió los cimientos absolutistas de los Romanov en todo el imperio. El desdichado pero igual de culpable que sus antecesores, y último zar de la dinastía, Nicolás Romanov, fue brutalmente asesinado junto a su esposa y sus hijos: Olga, Tatiana, María, Anastasia y Nicolás (de 22, 21, 19, 17 y 13 años respectivamente) en un lúgubre sótano. El lugar de este macabro asesinato ocurrió en la provincia de Ekaterimburgo, en la casa Ipátiev, llamada así por el apellido de su dueño en 1918. Curiosamente, y como una cruel ironía del destino, la dinastía había empezado 305 años antes en un edificio en Moscú llamado… Ipátiev.

Es vastamente conocido lo brutal que la Revolución Rusa fue. Una ola de asesinatos, saqueos y violaciones azotó a lo ancho y largo del imperio. Una vez los Bolcheviques se hicieron con el poder y se fundase la Unión Soviética, millones de personas se vieron sometidas a un régimen de terror, de opresión política y de pocas o nulas libertades individuales. El régimen soviético se convirtió en muchos sentidos en algo más brutal que el régimen imperial zarista que derrocaron, y es precisamente esta mi crítica a los que sin conocer de lo que hablan piden una revolución cada vez que las cosas van mal en un país.

Llevar a cabo una revolución social es un arma de doble filo, donde muchas veces se para destapando la Caja de Pandora y se cae en un régimen más opresivo del que se acaban de librar. Además del ejemplo de la Revolución Rusa de 1917, también tenemos la llamada Primavera Árabe de 2010, donde muchos de los países envueltos se encuentran en una situación similar o peor a la que estaban bajo el régimen que depusieron o están actualmente en una desastrosa guerra civil. Tal es el caso actual de Libia y Siria, respectivamente. Definitivamente a veces no hay otra solución política para liberarse de un régimen opresor que llevar a cabo una revolución. Pero esta medida es demasiado peligrosa para que tome las riendas cualquier extremismo, políticos sin escrúpulos o cualquier minoría que busca perpetuar su poder a costa de una minoría.

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