Luis Fernández Molina
Cuando un empleador despide se convierte en el malo de la película. Ingrato, insensible, deshumanizado. Se le debe escarmentar. Sin embargo, cuando contrata, nadie dice nada; ningún reconocimiento, nada de premios. El despido está mal visto y es por ello que la ley laboral lo sanciona: debe pagar una indemnización al trabajador que ha sido cesado sin mediar causa justa. El término “indemnizar” de raigambre civil y significa lo mismo en ambas disciplinas jurídicas: la reparación de un daño. Reparación, resarcimiento, compensación son sinónimos. Ahora bien ¿Qué daño? Pues dejar al trabajador sin su medio de vida, sin su salario. Es claro que el empleo es un bien muy apetecible.
La indemnización tiene dos motivaciones. Por un lado, es un disuasivo para que el patrono no despida sin causa justificada (falta del trabajador); también es un fondo o reserva para un asalariado que estará sin salario por un tiempo indeterminado, impreciso. En todo caso es una penalidad que se impone al empleador. Empero, si despedir es censurable, contratar debería ser objeto de reconocimiento. Pero no. Al contrario, en el momento que contrata, el patrono se disfraza de explotador; de alguien que se va a aprovechar de la necesidad del trabajador y “le va a sacar el jugo”. Entonces ¿En qué quedamos?
La problemática es muy compleja y el enmarañado escenario se complementa con una serie de factores sociales, legales, políticos y sobre todo ideológicos. Desde Descartes, pasando por Hegel y luego a Marx y Engels el tema lo han formulado, en lenguaje moderno, acerca del espinoso debate del acomodo social en el marco de la producción; la abisal diferencia de clases. De esa cuenta que los códigos de trabajo, entre ellos el nuestro, claramente declaran su intención de “nivelar” la desigualdad en esos dos factores de la producción. Por eso el derecho laboral es una disciplina abiertamente tutelar, protectora de los trabajadores. Ahora bien, si resaltamos ese aspecto de protección partimos de la premisa que existe una parte débil y la otra parte no solo es dominante, sino que, también, abusiva. De ahí la necesidad de “proteger”.
A todas las reflexiones anteriores no puede escapar la ecuación esencial: patronos-trabajadores. Esto es, si queremos más empleos necesitamos de más empleadores. Se requieren más emprendedores que estén dispuestos a tomar riesgos para montar un negocio. Es obvio que el interés principal de estos emprendedores será obtener una ganancia o lucro. Sobra mencionar que el Estado no debe ser visto como una fuente de empleo y menos como un botín político; el Estado no produce, solo administra. La ley de Servicio Civil es otro tema de urgente revisión.
Las turbinas que van a hacer despegar nuestra economía son los empresarios. Los empresarios de todo nivel y capital. Desde los estancos del mercado y los negocios del pueblo; del comerciante individual o cultivador de flores, hasta las grandes corporaciones. Parte de la distorsión emana de la idea que empresario son solo son estas últimas. No. Mientras más pequeños y microempresarios surjan mayor será la democratización del bienestar. Otros factores entran en escena como las extorsiones, la infraestructura vial, la asfixiante burocracia, la certeza jurídica, sindicalismo, entre otras, pero si analizamos a fondo llegaremos a la conclusión de que el origen de nuestro subdesarrollo está en la falta de empleos dignos.
Más que las leyes laborales lo que debe revisarse es el enfoque con que se abordan; procurar un balance. Claro que existen empleadores abusivos, pero la mayoría no son así y si aquellos lo son en mucho es porque el trabajador no puede decir “me voy”. ¿A dónde irá?