René Arturo Villegas Lara
El fin de semana releí el precioso libro de Luis Alfredo Arango: “Cartas a los Manzaneros”, con dibujos de su propia mano, pues Luis Alfredo, además de fino escritor, era un artista de la pintura con acuarela. Eso lo demostró desde que fuimos compañeros del internado de la Escuela Normal. El libro contiene una serie de estampas sobre personas, pueblos y paisajes de su Totonicapán, con las que, en su misma presentación, dice que quiere “…rescatar las cosas que amo, de entre todo o que pasa inadvertido, y limpiarlas; pulirlas con cariño, para que, si no transfiguradas, al menos se vean relucientes. También procuro que mis palabras y mis actos coincidan… En Cartas a los Manzaneros, como buen provinciano, hablo de mi pueblo. Lo recuerdo en el pasado y en el futuro. Este es un mensaje de amor; de fe y esperanza en el porvenir”.
Recordar el terruño donde uno dejó el ombligo y tiró el primer diente de leche al tejado de la casa, es un sentimiento sublime. Recuerdo, a Luis Alfredo en los corredores de la Escuela, con tu vozarrón de bajo tenor que don Tono Vidal nunca aprovechó para darle profundidad al Coro Internormal. Pero, a cambio de eso, don Prudencio Dávila encaminó su mano para terminar de perfeccionar sus destrezas con las acuarelas que presentaba en las exposiciones escolares del Día del Maestro y el Día del Normalista, junto los óleos que pintaba su amigo y compañero, maestro normalista, Ernesto Boeshe. Y en estas cartas está Momostenango, San Cristóbal Toto, San Andrés Xecul, San Francisco El Alto, Santa María Chiquimula y tantos lugares más que se quedaron en su memoria y en su producción literaria como estas lindas prosas de las Cartas a los Manzaneros. Esto de recordar el pueblo donde se principio a ver que existía la luz del día y a conocer los alrededores gateando, no es inspiración de muchos. Azorín logró en sus Confesiones de un Pequeño Filósofo, regresar a su pueblito español, en estampas de recuerdos e imaginar su casa y ver la cocina con sus trastos “despeltrados”, las trenzas de ajos prendidas en la blanca pared, el cantarero o el filtro de piedra que siempre había al final de los corredores, como sucedía en mi pueblo, Chiquimulilla, y estoy seguro que también en Totonicapán. Parecido regalo de inspiración nos dejó William Lemus en su libro “Recuerdos de un Pueblo Muerto”, en donde revive el patio de su casa con su palo de morros, que daba morros alargados y que servían para fabricar cucharas con las que sacaban la mantequilla antes que se confundiera con la cuajada; mantequilla que después se ponía ácida para comerla con frijoles parados y tortillas tostadas sobre las brasas. O el Juan José Arévalo con sus “Memorias de Aldea”, que describe su casa de antes, con el lugar del ordeño, los gallos corriendo gallinas o las pencas de majunches madurando en la cocina. Me encanta leer esa frase cautivante de Luis Alfredo, cuando en una de las cartas, dice:
“Donde comienza el olor comienza el pueblo;
Donde el olor se acaba, allí termina”
Qué cosa más preciosa, pues mi pueblo, puedo decirlo, comienza en las faldas de Güilón, pues desde allí se siente el olor de los alborotos, de la conserva negra de coco y panela, de los tamales torteados de la Nía María o el Mushque de don Israel Ruiz. Esos manjares gloriosos, como dijera mi maestro Pepe Hernández Cobos, son parte de esos recuerdos mágicos que uno trata de traerlos al presente, aunque lo pasado ya sólo exista en esa “realidad inventada”. Tengo presente en mí alforja del tiempo, el rechinar de los caites de don Gerardo, el sacristán, que se le antojaba cruzarse toda la gran nave de la Iglesia cuando doña Elena nos enseñaba la doctrina. Y como dice Luis Alfredo, con el tiempo los pueblos se mueven. En el mío ya no están los largos corredores de las casas que rodeaban el parque; los pinos los cercenaron con una motosierra; el kiosco desapareció como una cosa cualquiera… En fin, el pueblo está allí; pero, el pueblo que tengo en mis retinas lo movieron para otro lado. Un sentido recuerdo de mi querido amigo, Luis Alfredo Arango.