Cartas del Lector

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Jesús Abalcázar López*
jesus.abalcazar@gmail.com

Es lamentable como perdemos la posibilidad de ganar una vida espiritual eterna, mientras desperdiciamos nuestra actual vida terrenal y material, empleándola, muchas veces, únicamente para vegetar, para levantarnos y acostarnos todos los días, sin orientarnos hacia objetivos y metas que nos proyecten hacia alcanzar, no solo ideales y sueños de superación, sino que también la actitud definida de cumplir con los Diez Mandamientos de la ley de Dios, como premisa primordial de vida, así como el cumplimiento de las leyes y reglamentos que enmarcan la conducta, en la comunidad y en la sociedad, para poder y saber convivir con nuestros congéneres humanos.

Lo que sucede es que existe la creencia en muchos hijos de Dios, de que, por habérsenos concedido el libre albedrío, tenemos el derecho de hacer lo que queramos, sin echarnos a cuestas la responsabilidad de las consecuencias de nuestros actos. No importa que nos excusemos en la sinrazón, de que, lo que hemos hecho, ha sido con el consentimiento de aquellos o aquellas que fueron el objeto de nuestros desvíos, gustos, vicios, excesos, satanismo, agiotismo, depresión, envidia y egoísmo, explotación y crueldad, injusticia y marginamiento, placeres y abusos inhumanos. En realidad, con esto, estamos demostrando que es lo que nos satisface y preparándonos un camino seguro para nuestra infalible condenación, después de la muerte, en las horribles e inimaginables profundidades ardientes y malolientes de los infiernos oscuros e incandescentes por el fuego del azufre, por el castigo eterno, sin esperanza ni consuelo ni redención ni liberación alguna, como lo describe las escritura.

¿No es cierto, creer y pensar que, si solo uno sabe lo que hizo, nadie más lo va a saber, nadie más se va a enterar y nadie más lo podrá juzgar, y en ese caso, nadie nos podrá señalar ni acusar y en nada nos podrán perjudicar, por nuestros actos injustificados u oprobiosos y aún no confesados? Falso, absurdo y totalmente equivocado e injustificable, puesto que si hay alguien que se entera, alguien que lo ve todo, porque está claro que hay alguien que lo sabe todo, que lo ve todo, alguien que nos puede llevar a juicio, un acusador infalible que se llama “conciencia implacable” y un juzgador inclemente con el poder suficiente para sentenciarnos e imponernos el castigo que merecemos y un poco más, un escarmiento que nos hará pagar la insensatez, la mala fe, el placer del verdugo, la maldad, la recreación macabra y el cruel escarnio cometido. Y ese Justo Juez que nos someterá, aparte de nuestra propia conciencia, es La Santísima Trinidad: formada por El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo o sea El Supremo Tribunal de la Justicia Divina, la Instancia Única y Superior, que conoce las causas de las almas en su proceso de salvación o condenación.

No se puede vivir tranquilo, sabiendo que hemos obrado mal, sabiendo que tenemos cuentas pendientes con nuestra propia conciencia y hasta con la justicia de los hombres, por haber violado las leyes que rigen la conducta humana. No se puede ser completamente feliz sin la confesión y el perdón de nuestros pecados. Dispongámonos pues, conforme a este glorioso sacramento, para someternos a una real confesión, que nos permita obtener el ansiado perdón, por medio de la bendecida confesión, que instituyó el mismo Jesús, hijo de Dios, por medio de la consagración de sus apóstoles y a través de la fundación de su única iglesia, al frente de la cual nombró al Apóstol Pedro, designado como el primer Vicario de Cristo, en la tierra, es decir: El primer Papa de la iglesia Católica, que es el conjunto de la doctrina, las instituciones y la práctica de la iglesia, que reconoce el magisterio supremo del Papa, Obispo de Roma, capital de la iglesia universal, porque se extiende a todo el mundo, para predicarla y propagarla y para su conversión a la fe católica.
*Periodista de la APG.

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