Roberto Arías

robertoarias@outlook.com.ar

Nació en la ciudad de Guatemala el 5 de mayo de 1942. Especializado en asesoría en comunicación, con especialización en medio ambiente. Estudió Comunicación en la Universidad de San Carlos de Guatemala y posee un postgrado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales – FLACSO, así como un postgrado en Forestería y Medio Ambiente de la Universidad de Auburn, Alabama, EEUU. Ha conducido programas de radio y televisión, entrevistando a personalidades nacionales e internacionales.

post author

Roberto Arias

Hace muchos años viví un tiempo en la Ciudad de Nueva York. Con un permiso de seis meses, solicité una extensión de seis meses con el fin de seguir conociendo la idiosincrasia de los estadounidenses, pero particularmente de las tantas formas de vida de los neoyorquinos y neoyorquinas en general. Esto resultó muy interesante, dado que desde niño domino el idioma inglés como mi segundo idioma, por haber estudiado en lugares de habla inglesa.

Aún tenía una pizca de acento británico, pero los seres humanos somos los seres más adaptables del planeta y, en cerca de dos meses ya había logrado el acento neoyorquino, aunque aún tenía algunas expresiones británicas que son poco usuales en los Estados Unidos.

Viví en Manhattan, en Queens y finalmente en Brooklyn… en el barrio de los italianos hasta mi regreso a Guatemala.

Entre tragos conoce uno gente de todos los niveles y, si no de todos, por lo menos se mueve uno entre la gente de abajo, de la clase media-media y de la media alta. Dentro de las muchas personas con quien tuve bastante amistad, estaban unos muchachos que trabajaban en migración y dentro de nuestras pláticas me contaron que los indocumentados eran uno de los grandes negocios del gobierno de los Estados Unidos.

Hablaban de chinos, filipinos, hindúes, africanos, latinoamericanos y el resto de los continentes y países que existen. Una enorme cantidad de individuos llegaban de las islas del Caribe, especialmente cubanos y haitianos.

Todos estos cientos de miles de personas que ingresaban a los Estados Unidos sin permiso para trabajar… trabajaban. En esa época, cualquier persona que se acercara a las oficinas del Seguro Social, únicamente le pedían su pasaporte y le extendían una tarjeta de ese Seguro (Social Security, en inglés), tarjeta que les permitía trabajar logrando que los patronos no supieran si la persona había legalizado su estancia o no.

Todos estos ilegales, por la barrera idiomática, trabajaban obviamente en los trabajos más bajos, aunque relativamente bien pagados.

Naturalmente, los patronos tienen la obligación de retener los impuestos del salario a los trabajadores y trasladarlos al Estado. Los residentes legalizados tienen que rendir cuentas de sus gastos anualmente y el Estado les devuelve el excedente.

Los ilegales no tienen ningún derecho. Lo más duro es no poder acceder a los sistemas de salud pública y otros servicios relevantes. ¿Jubilación? Olvídese. Por miedo, tampoco reclamaban lo que les correspondía de devolución de impuestos. Estos eran multimillones de dólares que el Estado se embolsaba sin responsabilidad alguna con quienes pagaron puntualmente sus impuestos.

Los Estados Unidos aún se embolsan multimillones de dólares que los patronos les retienen a los ilegales, como uno de los grandes y silenciosos negocios con que cuenta ese gobierno.

Trump conoce perfectamente esta realidad, puesto que su madre entró como ilegal dos veces a los EE. UU. Vocifera contra los ilegales por pura propaganda política, pero sigue quedándose con sus impuestos.

Artículo anteriorLos diputados y sus baños de moral
Artículo siguienteSigrid Arlette forjada de “Planetas y Océanos”