Alfredo Saavedra

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Periodista y escritor guatemalteco residente en Canadá, trabajó en periodismo activo por 50 años, cubriendo prensa, radio y televisión. Ha publicado los libros de poesía: Declaración Jurada y Recursos de la evasión; en relato Historias de iniquidades y Generalidades y otras maldades; en teatro El Condenado; en interpretación histórica El Color de la sangre y en novela Miércoles de pasión.

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Alfredo Saavedra

Desde Canadá.- En estos días, es notoria la atención que se le da en medios del Internet y en artículos de la prensa local en Guatemala, a la presunta ignorancia del Presidente de la República, en particular para hacer buen gobierno y eso con base en su antecedente de cómico de la legua, subestimando otras características que tendría para el buen vivir, pero eso sí resaltando su habilidad para la maniobra turbia con énfasis en su esfuerzo por evadir la ley a costa de violarla para ocultar el peculado, definido en buen castellano como: “Hurto de caudales del erario” y que en este caso se traduce en una forma de la inteligencia que no les ha faltado a ladrones famosos.

Sirva lo anterior para las siguientes reflexiones: Cuando en una suprema demostración de humildad, Sócrates pronunció la célebre declaración de “Sólo sé que nada sé” uno de sus discípulos, filósofo menor, comentó: “Yo ni tan siquiera eso sé”, en lo que daría suma a la cabalidad de esos sabios, asombrados de su desconocimiento de la fascinante y fantástica realidad que los rodeaba, llena de intrigantes enigmas que tendrían que ocupar su tiempo para un escrutinio que se prolongaría a través de los siglos.

Los filósofos de la antigüedad tuvieron entre sus preocupaciones prioritarias el dominio del conocimiento que en la discusión resultaba un tópico de intenso análisis. De ahí que no resulta extraño que un sabio como Sócrates hiciera una declaración tan desconcertante a partir de que su sabiduría reflejara su convicción de la imposibilidad de abarcar los alcances del conocimiento en su totalidad.

De esa forma puede situarse a Sócrates, y los discípulos con crédito en sus enseñanzas, dentro de la categoría de la Docta Ignorancia, postulada por San Agustín, según la historia de la filosofía, en definición que aunque asociada al misticismo por su interpretación durante el medioevo, prevalecería con su significación ortodoxa del reconocimiento de que los límites del conocimiento conducen a saber que no se puede saber todo.

Emmanuel Kant propuso a la ignorancia dividida en objetiva y subjetiva, siendo la primera una ignorancia formal, que consiste el defecto de conocimientos racionales y la subjetiva que es docta o científica, que corresponde al que conoce los límites del conocimiento o sea del “solo sé que no sé nada’.  Para ponerlo más simple en los términos del mismo Kant, quien dijo que la ignorancia es disculpable en las cosas en que el conocimiento sobrepasa el horizonte común y es culpable en las cosas en que el saber es necesario y alcanzable.

Esto último es aplicable en la modernidad cuando con el progreso en la actividad humana, resulta sin justificación que individuos con protagonismo en la sociedad ya sea como gobernantes o dirigentes con responsabilidad en los procesos políticos o de desarrollo social caigan en la categoría de la ignorancia objetiva o material, con el supuesto que por su carácter de líderes o promotores de cultura están obligados a disponer de niveles aceptables de formación, para un adecuado desempeño en la sociedad.

Sólo hace unos años, el ahora expresidente de México, señor Enrique Peña Nieto, siendo candidato a ese cargo, no respondió a satisfacción preguntas de los reporteros sobre libros y autores, lo cual le ganó el derecho, según sus detractores, de figurar en la galería de los tontos. Pero ganó la Presidencia y parece que los mejicanos quedaron contentos, sobre todo las mejicanas, que se dice le dieron el triunfo, no por su talento sino por su pinta de galán de telenovela. Diría entonces el refrán “Dios te dé suerte hijo, que el saber poco te importe”. De certera aplicación al actual gobernante guatemalteco quien ganó el puesto por su vocación de comediante y no por una justa evaluación de méritos para que fuera un buen estadista. Y sobre todo con honradez a toda prueba de la que carece el susodicho, según criterios en las redes sociales y la prensa formal.

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