Luis Fernández Molina
El agua era templada durante el verde verano, muy fría en los rojos de otoño y a veces se congelaba durante el blanco invierno. A pesar de ello los campesinos cruzaban el río en lanchas y, cuando eran bajas las aguas, a pie. Por eso el rey abuelo, que en gloria esté, ordenó la construcción de un puente. Fue increíble el efecto positivo que provocó el tránsito fluido y libre entre las riberas. De un lado del río estaban los bosques y canteras y del otro los talleres gremiales y la mayor concentración de viviendas. Además, se incrementó notablemente el flujo de las rutas comerciales, las que antes tomaban largos rodeos para evitar el río, especialmente cuando se crecía. A ello sumaban los innumerables peregrinos que también tomaban otras rutas. Fue claro que, con el puente en uso, algunos sectores, como los lancheros, resultaron afectados; fueron desapareciendo. “Son cosas del mercado”, justificaba al rey el entonces su ministro de Hacienda que había estudiado en alguna universidad de Salzburgo; “hay que adaptarse a los inevitables cambios en beneficio de todo el reino”. Los pobladores estaban felices porque florecían sus negocios y las arcas reales también celebraban pues era mayor la capacidad de pago de tributos de los súbditos.
Años después, al hijo del rey abuelo se le ocurrió imponer un peaje: un penique por cada persona que cruzara, dos por cada bestia y tres por cada carretón. Lo resintieron los usuarios y subieron los precios, pero siguieron cruzando. Después, cuando accedió al trono el nieto del rey abuelo, llevó a varios consejeros estelares. Entre ellos, un joven tecnócrata que sugirió engrosar las arcas reales aprovechando el paso del puente. “Majestad, imagine si cobramos 10 peniques por persona, 20 por bestia y 30 por carreta”. Se frotaban ambos las manos y el rey no escondía su satisfacción por la acertada decisión de haberlo nombrado ministro de Hacienda. Vislumbraba las altas torres del nuevo castillo que iba a construir con todo ese dinero.
Pero no hubo tal chorro de ingresos. Los balseros regresaron con sus lanchas –cobrando en paquete dos peniques por viaje–; las caravanas comerciales volvieron a los viejos trayectos igual que los devotos peregrinos. El comercio entre las dos orillas del pueblo se deprimió considerablemente. Hubo marcada “recesión económica”.
¿A qué viene el cuento anterior? A que todos los gobiernos necesitan fondos. Obvio. Y mientras más actividades se atribuya (estado paternalista), mayor será ese apetito; peor aún si campea la corrupción. Empero debe existir un balance en el delicado tema de la Economía. No caben las aplicaciones simplistas; tributos más altos no se traduce en mayor ingreso. Y no perdamos de vista que la principal función del Estado no es recaudar -ello es solo un medio-, su fin es garantizar la libertad individual que, en lo económico, se traduce en el libre accionar. Ello genera bienestar general.
En Guatemala, los impuestos que afectan a las compraventas de inmuebles están produciendo un efecto contraproducente. Con los valores matriculares más controlados, imponer un impuesto del 12% sobre primeras ventas es exagerado; ello ha contraído el mercado inmobiliario, sobre todo a nivel medio y bajo. Menos trabajos, menos producción, etc. A un oficinista recién casado ¿de qué le va a servir ese crédito de IVA? El IUSI, que virtualmente es, siempre, del 9 por millar, es muy alto al aplicarse valores reales (o contestes con los instrumentos de pago). Hoy día pocos quieren vender y pocos quieren comprar. Muchos que compran utilizan argucias para eludir impuestos lo cual es incómodo e incorrecto. La mayoría prefieren “esperar”. Mientras tanto se aletarga nuestra economía.