Analistas pontifican diciendo que el financiamiento electoral anónimo debe ser objeto de sanciones administrativas y no penales como ocurre en otros países del mundo, pero hay que entender que el caso de Guatemala es totalmente atípico porque aquí no tenemos verdaderos partidos políticos sino empresas que, bajo esa figura jurídica, se organizan para concretar el saqueo de los fondos públicos y el efecto del contubernio entre los dueños y actores de los partidos con sus financistas ha sido absolutamente fatal porque terminó desvirtuando por completo la función misma del Estado.

No es casualidad que Guatemala sea de los pocos países de todo el mundo en donde se produce retroceso en los indicadores de desarrollo humano y de desarrollo social. Mientras en todos lados el crecimiento económico, por modesto que sea, se traduce en inversión para el desarrollo, en Guatemala la concentración de los beneficios de ese crecimiento está marcada por las reglas de un perverso juego político en el que, cada cuatro años, los cooptadores se ponen de acuerdo para inyectar recursos a uno o dos de los candidatos a los que ven con posibilidades, para asegurar de esa manera que podrán controlar al mismísimo presidente de la República para someterlo a sus ya conocidas exigencias.

Sostenemos que en nuestro país resulta mucho más dañino el llamado financiamiento electoral anónimo que el que proviene del dinero del narcotráfico. Hay que decir, además, que dada la constante de control del Estado que mantienen ciertos inversionistas, el dinero que colocan en las campañas políticas no es dinero limpio sino que se nutre de la corrupción que, por supuesto, no había sido posible probar antes de que en el 2015 la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala y el Ministerio Público hicieran las investigaciones que pusieron en evidencia la inmensa dimensión de la corrupción.

Por ello es que somos un caso atípico, puesto que parte del dinero de la corrupción se recicla cada cuatro años para invertirlo en los partidos políticos y sus campañas, con lo que se mantiene el sistema que ha sido tan rentable para muchos. Comparar a Guatemala con otros países donde los partidos políticos son, de verdad, instituciones de derecho público es una barbaridad porque es como comparar peras con manzanas. Se trata de entidades totalmente distintas y nosotros no tenemos ni un partido digno de tal nombre porque todas y cada una de las instituciones están hechas para operar en la forma en que Juan Carlos Monzón pintó cómo operó el Partido Patriota que no fue el primero ni el último en funcionar así.

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