Eduardo Blandón

Me encontraba de visita en Perugia y, en el contexto de una de las primeras lecciones de literatura italiana, le comentaba a la profesora que en materia de lecturas me interesaban desde los clásicos (Dante, Petrarca y Boccaccio), los más contemporáneos (Calvino y Eco), hasta los más o menos recientes (se me ocurrió en ese momento Michele Serra y Bruno Vespa).  “¿Bruno Vespa?” Me preguntó.  “Sí, claro. Imagino que lo conoce.  Además de ser un periodista de la televisión también tiene algunos libros. Escribe”, le dije.  “Esa no es noticia”, me respondió, “hoy todo mundo escribe”.

Puede que el desprecio a Vespa tenga explicaciones extra literarias a las que no me referiré (por aparte no defenderé la calidad literaria de libros que por supuesto no lo tienen).  Más bien quisiera considerar esa especie de sacerdocio ejercido por los intelectuales de la academia que se sienten autorizados para juzgar desde la cátedra (ex cathedra), la calidad de quienes practican la escritura.  Una especie de soberbia cuya práctica es un resabio de un pasado en el que acostumbraban a pontificar a veces de manera arbitraria.

Sí, ad libitum, porque sus juicios a veces eran (o son) producto de amiguismos, cuellos, tráfico de influencia y muchas otras variables alejadas de una crítica “objetiva”.  Eso es patente, por ejemplo, en las antologías donde quien realiza la selección de textos (el antólogo) suele ignorar a plumas fuera de su círculo íntimo. Por lo que el ejercicio consagratorio si de algo carece es de pureza y ejemplaridad.

Esto sin quitarle la razón a mi brillante profesora. Admitámoslo, “hoy todo mundo escribe”.  Y, claro, mucho de lo que se dice es basura.  Internet con sus redes sociales, las facilidades de Amazon y la flojera de las editoriales, han abierto las puertas a la literatura sosa, vulgar, superficial.  Decir lo contrario es indefendible, como afirmar también que sin ese “boom” habría sido difícil el acceso de unos pocos que nos han dado grata sorpresa.

Creo que sufrimos lo padecido ya en el siglo XII y XIII cuando las universidades de Bolonia y París abrieron sus puertas para el ingreso de estudiantes.  “Ahora cualquier puede entrar a la universidad”, probablemente decían los monjes, preocupados por la inauguración de una nueva élite extra conventual.  Así, recelosos, Roma se encargó de la administración académica e impuso las famosas “artes liberales” junto al estudio de la filosofía y la teología.  Con ello se aseguraban ser los árbitros del conocimiento y los inquisidores responsables de la pureza de la ciencia.  ¿Le suena?

Creo que los académicos de las universidades deben abandonar ese tono presuntuoso con el que pretenden imponer sus criterios para, más bien, educar el paladar literario-intelectual de los estudiantes.  Practicar una crítica más rigurosa, “científica”, alejada de esa costumbre mundana, muy profana, de hacer grupitos para la autoalabanza, viajes, puestos, et al… siempre en beneficio del conocimiento.

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