Grecia Aguilera

El martes pasado se celebró el Día Internacional del Gato, lo que me hizo recordar una de las Urnas del Tiempo de mi señor padre don León Aguilera (1901-1997), dedicada a estos pequeños felinos, titulada “El gato poeta” que manifiesta: “Indudablemente este gato es un poeta. Es joven, de lomo negro por encima, de pelo blanco por abajo. Negra la cara, las orejas, negra la cola. Cojea cuando camina, a resultas de un golpe. Y así paticojo me recuerda a Lord Byron, hermoso pero cojitranco. El gato es un poeta, se dirá que no escribe. ¿Es necesario hacerlo? Se puede serlo sin trazar una línea. Basta con soñar, con sentir, con elevarse sobre lo vulgar. Cuántos habrá poetas que tienen a orgullo no demostrarlo. Este gato se llama Nefelibata. Bueno, lo he sorprendido viendo hacia arriba, más allá de las ramas, a las nubes que bordean el cielo azul. Se queda a ratos extático. Sueña con devorar pechugas de palomas. El otro día lo puse en medio de ellas, pues por un agujero las veía con avidez. Pero imaginar y hacer son cosas distintas… Nefelibata huyó de un ratón. ¿Cómo? Lo encerraron en el cuarto con él, el gato maullaba… El gato no quería ensuciarse las uñas ni el hocico con el ratón. Huye de los insectos, se sienta a la manera humana sobre sus patas traseras. Me mira malhumorado, lo miro. Tiene ojos veteados de verde entre el negror con parches blancos de la cara. Me demuestra hurañez, se parece a mí. Somos dos huraños, nos reconocemos. Hay algo de hirsuto en él con sus largos bigotes, los tiene hasta sobre las cejas. Suele arrollarse por horas sobre un sofá, un cojín, una cama bien arreglada. Entonces con cierta condescendencia se deja acariciar entre las orejas. Rehúye el manoseo o el bombo barato. Nunca por la barriga, protesta y se enfurruña. Por lo general su demostración es de desprecio hacia los humanos. Tal vez lo vea en su vanidad, en su engreimiento por su trivialidad. Nefelibata, si pudiera escribir versos no los haría, nunca estaría contento de ellos… Haría como Heredia, pulir un soneto en un año. O sería como Virgilio que luego de trabajar en la Eneida diez años y haber recibido la aprobación de Augusto Mecenas ordenó, cuando iba a morir, que se quemara el manuscrito, no estaba satisfecho. ¡Qué horror si se hubiera quemado la maravillosa obra! Por eso Nefelibata a ratos se tumba entre un arriate. ¿Qué observa con tanta atención? Mira hacia lo alto, más allá de los frutos y las ramas. Está soñando. Cuando le cae cerca un durazno se sobresalta, se enfurruña. ¿Quién le interrumpe su sueño? No sé si a veces cuando maúlla suavecito está diciendo algún madrigal a su gata ideal. Porque a la verdad en esto de trepar al techo y asaltar a una micifuza hay gran distancia. No es gato de techo, es para estar echado. Quiere la revelación de la gata soñada. ¡Pobre Nefelibata! Hay que ser un acometido, le aconsejo. Nefelibata menea la cola. Escribe tus versos, le digo, vuelve a menear la cola. Aguza las orejas negras. Alarga el aterciopelado hocico. ¿Qué mira? Al fin he aquí a un valiente, pienso; es una mariposita, la queda viendo móvilmente y torna a enrollarse. Abre los ojos verdosos, nos simpatizamos y repelemos a la vez, como debe simpatizar y recelar un hombre de otro… Tienes razón Nefelibata, si es bueno lo tuyo te lo guardas. Un día descubrirán en algún lugar oculto tus inquietos poemas, creados por naturaleza propia. El diamante no se gesta en la vía pública, sino dentro de la roca como la poesía en el fondo del alma. Nefelibata es un noble poeta, le gusta el canto de los canarios y no comérselos, los mira por momentos con nerviosismo, pero es introvertido. Y al final el gato escribe el mejor de los poemas. ¿Y dónde está ahora el gato?”

Artículo anteriorLa deforestación reduce las lluvias -3-
Artículo siguiente¿No habrá adiós a las armas en los Estados Unidos?