Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

A lo largo del tiempo en todas las sociedades se han vivido épocas en las que comportamientos indecentes han sido “socialmente aceptados” porque todo mundo actúa de esa manera. Hace un siglo, por ejemplo, era la cosa más normal del mundo que un hombre tuviera hijos fuera del matrimonio y hasta que de forma pública tuviera dos hogares. La infidelidad en el hombre no era motivo de escándalo y se daba por sentado que así era la cosa. La infidelidad de la mujer, en cambio, no sólo era escandalosa sino que absolutamente inaceptable.

Con el correr de los años y en buena medida tras la ola de movimientos que plantearon el necesario rescate de la dignidad de la mujer y su igualdad en el plano de derechos y obligaciones con el hombre, esa ancestral costumbre de tolerancia hacia el comportamiento del varón fue desapareciendo y aunque al día de hoy todavía quedan resabios, es obvio que la percepción generalizada ha cambiado mucho y que no existe ese viejo patrón machista de absoluta y generalizada tolerancia y comprensión.

Lo mismo se puede decir del tema del acoso sexual que hasta el año pasado seguía siendo un secreto a voces sin que existiera ninguna reacción firme al respecto, no sólo por el mayor poder del acosador sino porque la mujer que se atrevía a denunciarlo era objeto de, por lo menos, dudas expresadas sobre su propio comportamiento. No olvido el proceso de confirmación del Juez Clarence Thomas para la Corte Suprema de Justicia, cuando fue acusado por la abogada Anita Hill de haberla acosado repetidamente. Con todo y lo que he admirado a Joe Biden por su papel como Vicepresidente y su larga carrera en el Senado, no puedo dejar de mencionar que fue uno de los Senadores que públicamente acosaron a Anita Hill haciéndola ver como mentirosa o como provocadora de los acosos, en el mejor de los casos.

El año pasado hubo un vuelco importante con el caso del famoso productor de cine Harvey Weinstein que se produjo después de que importantes figuras públicas habían sido acusadas y retiradas de su trabajo tras firmar acuerdos para compensar a sus víctimas y mantener la confidencialidad. Lo que había sido considerado como “normal” en la vida social, se terminó convirtiendo en escándalo que ha cobrado muchas carreras.

No digamos el tema de la pederastia entre los sacerdotes que la misma Iglesia mantuvo silenciado bajo el argumento de que eran ataques de enemigos del catolicismo. Hizo falta el remezón escandaloso para que el Vaticano terminara admitiendo la existencia del problema, ocultado por las más altas autoridades, hasta que Benedicto XVI cambió la actitud y el Papa Francisco pidió perdón en nombre de la Iglesia.

Todo esto es una reflexión al pensar cómo en Guatemala somos tan tolerantes ante la corrupción pensando que es un comportamiento generalizado y común. Así como en los casos mencionados hubo un cambio social que implica cero tolerancia, en nuestro país tenemos que cambiar nuestra actitud ante la corrupción, entendiendo el daño que nos hace a todos y lo inaceptable que es legal y moralmente.

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