Emilio Matta Saravia
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Desde que el hombre era un ser primitivo el agua era abundante y el acceso a la misma era ilimitado, por lo que siempre se permitió que el agua fuese tratada como un bien gratuito, un recurso inagotable. A medida que el hombre fue progresando y elevando su nivel de vida, el uso del agua fue aumentando y diversificándose, desde el consumo personal, hasta usos agrícolas, industriales y energéticos. Se volvió escasa. Como todo bien escaso, para un economista el camino lógico es estructurarla como un bien (commodity) y que su precio sea fijado por la ley de oferta y demanda, estableciendo los derechos de propiedad pasada, presente y futura de la misma. De esa forma se trata el maíz, el trigo, la carne y un sinnúmero de bienes que se llaman commodities y que su precio, presente y futuro, es fijado por la ley de oferta y demanda.

Sin embargo, existen atenuantes muy importantes para simplemente darle al agua el mismo trato que se le da a un commodity. El acceso al agua, por ejemplo, es un derecho de todas las personas (y de todos los seres vivos, incluyendo las plantas).

Si se quiere “privatizar” o establecer derechos de propiedad al agua, se debería determinar, desde su origen, quién es el dueño de la misma. Debido a que prácticamente toda el agua de este planeta está interconectada, ya sea en la superficie o de forma subterránea, establecer quién es dueño de qué es una tarea imposible. No lo digo en sentido figurado, es en sentido literal.

Veamos un ejemplo. Una persona tiene un terreno donde pasa un río, por lo que, desde su perspectiva, esa agua es de su propiedad. Corriente arriba hay siete propiedades más por donde pasa el mismo río, por lo que estas siete personas reclamarían también propiedad del agua. Hay una octava propiedad, donde el río nace. Resulta que la persona que es dueña de dicha propiedad, también reclama el agua como suya. Pero tal nacimiento no existiría o se secaría, si en las propiedades vecinas al nacimiento no hubiese bosques que permitan que dicha cuenca hídrica exista. Hasta este punto del ejemplo, llevamos más de 10 “propietarios” del agua. Todavía no he contado a los poblados que utilizan agua de este río, o si este río atraviesa municipios, departamentos o incluso países. No digamos pensar en los ecosistemas (donde existen seres vivos, como plantas y animales) que también dependen del mentado río. Obviamente cada parte va a tener intereses distintos, ya que habrá personas cuyo interés por el agua es para su consumo propio, otras partes la utilizarán para agricultura, ganadería, proyectos hidroeléctricos o para verter desechos. ¿Entonces quién tiene derechos de propiedad sobre este bien? ¿Y quién asigna qué actividad le da un mayor valor al uso del agua? ¿Bajo qué criterios se realizan estas asignaciones? ¿De verdad somos tan ingenuos para pensar que una misteriosa mano invisible lo va a hacer por nosotros? Honestamente, creo que no.

Y aunque no tengo una solución, ni siquiera para el pequeño ejemplo que expresé en el párrafo anterior, no digamos para un sistema que está interconectado a nivel global, si tengo plena certeza de que la solución vendrá basándonos en el principio de “respeto al derecho ajeno” y no de una “mano invisible”.

 

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