Arlena D. Cifuentes Oliva
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El 25 de noviembre de cada año se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer. A pesar de que la ONU instituyó dicha celebración en 1981, no es sino hasta hace algunos años que el tema adquiere preponderancia en Guatemala.

Personalmente no soy partidaria de este tipo de conmemoraciones, pues llevan una alta carga de discriminación infringida hacia nosotras y entre nosotras mismas y nos hace parecer más débiles que el sexo masculino, contradiciendo su objetivo. Considero oportuno hacer ciertas consideraciones acerca de las particularidades que tiene este tipo de violencia, y que la convierte en un mal nocivo para nuestras sociedades.

Si bien es cierto, que hoy más que nunca la brecha de oportunidades entre el sexo masculino y femenino es más estrecha que antes, es innegable que siguen existiendo diferencias más palpables en las áreas rurales en dónde la mujer continúa sometida y condenada a viejas costumbres y tradiciones reproducidas por los mismos padres que se traducen mayormente en trabajo doméstico en el seno del hogar. El factor económico es determinante, a mayor pobreza mayor sujeción: física, emocional e intelectual, lo cual impide que muchas mujeres puedan salir adelante y traspasar los muros que les impiden realizarse. No obstante, esta no es una realidad exclusivamente de ellas, los males enraizados profundamente dentro de nuestra cultura y nuestra sociedad, se convierten en obstáculos para que la mayoría de guatemaltecos puedan alcanzar condiciones para tener una vida digna.

Adentrándome en el tema que me interesa abordar en estas breves líneas, es importante reconocer la violencia como un fenómeno holístico y no entenderlo como algo que se reduce a lo físico, a lo externo, a lo que deja marcas visibles sobre la piel. La violencia es mucho más compleja, pues tiene variantes psicológicas (que podrían llegar a parecer inofensivas y poco relevantes), emocionales, económicas y sexuales. Aunque no necesariamente se presentan todas juntas, frecuentemente se combinan y aquellas que no desembocan en golpes y moretones son minimizadas e invisibilizadas.

Recordemos que la violencia en contra de la mujer no es perpetrada exclusivamente por una pareja y mucho menos por un hombre. Con frecuencia, la predisposición a aceptar la violencia se remonta a los primeros años de vida, a la crianza de padres y madres violentos que arremeten contra la autoestima de los niños y niñas. Muchas veces somos nosotras mismas quienes por nuestra permisividad e inconsciencia nos convertimos en víctimas, pues estamos dispuestas a ser nuestras propias victimarias al desconocer nuestro propio valor, no por ser mujeres sino por ser seres humanos.

Lamentablemente, quienes luchan por los derechos de las mujeres, pocas o ninguna vez reflexionan sobre el asunto, sino que tergiversan las luchas trasladándolas a una dimensión estrictamente corporal y descuidando el bienestar psicológico y emocional que es igual de nocivo que el bienestar físico. Incluso en ocasiones se llegan a contradecir, pues exigen el cese de la violencia contra sus cuerpos pero promueven la violencia contra un tercero como en el caso del aborto.

Tristemente la mayoría de colectivos de mujeres hoy en día han convertido la lucha noble y genuina en una forma de lucrar con una causa: la de la “condición” de ser mujer, como si se tratara de un virus incurable. Reflexionemos partiendo de las causas que la producen y la perpetúan: lo económico, lo físico, lo emocional y lo sexual.

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