Eduardo Blandón

Hay profesores que en estos días viven jornadas orgásmicas. Llegados al final del semestre o terminando el año lectivo son felices contando a los estudiantes que fracasan en su clase. Son maestros del antiguo régimen, castigados por malas experiencias personales, que asimilan un estilo de la edad de piedra. Por ello, cuántas más bajas en sus líneas, más contento.

No es que sean tontos o no se hayan enterado de que practican una pedagogía trasnochada, es solo que insisten en una filosofía que repiten porque ellos mismos la sufrieron. Interiorizada su vida azarosa escolar o universitaria, insisten en eso de que “la letra con sangre entra”. Eso sí, son tan distraídos (para decir lo menos), que hasta se ponen de ejemplo: “Sin ello, no sería quien soy”.

Olvidan que, aún si fueran profesionales destacados, sin duda son portadores de una personalidad herida, muchos de ellos traumados como efecto de ese sistema que les repartió palo “a diestra y siniestra”.  Algunos dirían incluso que “gracias a los garrotazos enderezaron su vida y aprendieron el valor de las cosas”. Y como masoquistas recuerdan a los autores de los suplicios, los enfermos responsables de ese carácter que los vuelve ahora intratables y rudos.

Así, ahora repiten las infamias que padecieron. En las aulas son generales dirigiendo la tropa. Hacen del espacio de aprendizaje un cuartel donde cuando no se grita, se disimulan las ofensas. Cada examen es una posibilidad para recordar a los estudiantes que son mediocres, incapaces, haraganes, distraídos y, por supuesto, tontos. Puede que hasta se felicite por ser diferente.

Ese grupo de profesores es identificable cuando en las reuniones recurrentemente se quejan de “los malos grupos que llegan a las aulas”. Un testimonio gris aflora en su boca: “¿No les pasa que los jóvenes de hoy son volubles, inquietos y sin vocación para los estudios?”. Y con toda la sabihondez del mundo especulan razones: “Quizá sea la mala alimentación, mucha comida chatarra”. “Puede que sea la red y sus páginas sociales”.  “No hay que olvidar la pérdida de los valores: los estudiantes están muy desorientados; sus padres en primer lugar”.

Todo ello contribuye, como decía al inicio, a que el profesor investido de una dignidad casi sacra, encarne al juez severo que aparta evangélicamente, los buenos de los malos. Son mini dioses repartiendo justicia en un apocalipsis inventado en sus mentes enfermas. Así, “ponen a cada mico en su columpio”, repartiendo las notas que se merecen los infames. Tendría que ver la felicidad cuando cuantifican los caídos en sus cursos: “mi clase no la gana cualquiera”, concluyen gozosos.

 

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