René Leiva

(El lector a quien no interesa la supuesta complicidad o fraternidad de otros probables lectores; que no es guía ni brújula de nadie; que no ingresa a la lectura linterna en mano e hilo de Ariadna atado a un pie para que otros, no él, logren ir a través y regresen al punto de partida ilesos; que no es puente entre vivos y muertos; que no hace proselitismo ni motivaciones ni busca adeptos; que no tiende, por vanidad, a un deliberado oscurecimiento del texto, de sus propias sensaciones y emociones, aunque a nadie tiene que dar cuenta de nada.)

La mujer desconocida, muerta, desconocida por partida doble. Aunque muerta no desvanecido el afán, amainada la búsqueda, atenuado el absurdo, reducida la locura, terminada la aventura, evadido el nunca aludido (o eludido) amor… Como al principio y en todas sus circunstancias, don José desconoce el entramado de sus decisiones y tampoco quiere saber nada de un final a mitad, siempre a mitad del camino. (Las mejores historias, aquellas cuya andadura vuelve al punto de partida, camino cuyo más lejano extremo es el comienzo.)

Por buscada, por perseguida, por ser una seducción cabalmente ignorada, la mujer desconocida va siempre delante de don José, es la fuerza magnética cuyo ser corporal y emanante debe alcanzar, la travesía vinculante, sin saber el motivo, sin querer saberlo… Porque hasta el final imposible le ha bastado un nombre, la sola significación del nombre, sus apenas imaginados bordes femeninos.

Y ahora, don José, la mitad del camino está precisamente ante el frontispicio del edificio administrativo del Cementerio General, copia exacta, no por casualidad, de la Conservaduría del Registro Civil, y también universal, común, plural, donde están o deberían estar todos, la totalidad, sin excepciones clasistas, diríase o dijérase.

Y este cementerio no podía ¿cómo? ser diferente a todas las necrópolis del mundo occidental, que crece a medida del aumento poblacional y de la mala o buena costumbre que tienen los humanos de morirse, inevitablemente, y sus cadáveres ya fallecidos, se entiende, ser inhumados, la mayoría de los casos, en el lugar destinado, conveniente, ad hoc; un rasgo de genuina civilización, cabe señalarse. (Los cadáveres en calidad de basura, tirados en cualquier parte, en fosas comunes, semiquemados, desmembrados y puestos en bolsas plásticas, o en raros casos guardados en la hielera del refrigerador para merienda del sibarita o comunión de los alucinogenados satánicos, son rasgos de una zoología, otra, no del todo soterrada.)

En la curaduría del cementerio, con nuevas falsas diligencias oficiales, ahora a la busca del sepulcro de la desconocida, enterarse de que ella está en el lugar de los suicidas, ah, qué nuevo golpe, don José, suicidio, y fingir tenerlo ya sabido, por supuesto; esos detalles sobre la marcha que sustentan, animan, dan sentido a la aventura.

*****
(Ante el inminente enfriamiento global (sic) pronosticado por dudosos científicos financiados desinteresadamente por las corporaciones petroleras y carboneras, refinerías, de hidrocarburos, etc., se prevé que en el país de la eterna, en lugares como Zacapa, Tiquisate o Petén aparezcan osos polares, morsas y pingüinos, y los esquimales vengan a instruir en la construcción de iglúes y el uso de trineos para el transporte.)

Artículo anteriorPor un auténtico periodismo
Artículo siguienteEs momento de derribar este sistema