Adolfo Mazariegos
Al enterarme del fallecimiento de la joven estudiante que fue víctima del trágico suceso ocurrido hace pocos días en la Calzada San Juan mientras participaba en una manifestación estudiantil, no pude menos que sentirme consternado y contrariado por lo que pareciera ser un paulatino acostumbramiento y aceptación de lo trágico, una nefasta aceptación de lo que no debiera suceder, pero que sucede casi a diario, tragedias que podrían evitarse, pero que se han ido convirtiendo casi inadvertidamente en parte de nuestro acontecer cotidiano y que tristemente vamos viendo como algo “normal”, muy a pesar de que de normal no tienen nada. Rápidamente ha venido a mi mente una serie de sucesos que, sumados, hacen pensar en una suerte de enfermedad social mediante la cual se justifican hechos que van cobrando vidas humanas y que, en lugar de pensar en cómo evitarlas y llevar a la práctica acciones tendientes a ello, tan sólo hacen que nos preguntemos cuándo y dónde sucederá la próxima. En un lapso relativamente corto, han ocurrido desgracias de distinta índole en distintas partes del país, y, más allá de los fatídicos desenlaces o de las responsabilidades que hayan sido o estén siendo deducidas en el marco de la ley, hay dos (como mínimo) situaciones preocupantes que vale la pena señalar y poner sobre el tapete a manera de reflexión: la primera es ese hecho innegable de que la sociedad guatemalteca se encuentra inmersa en un proceso en el que el desencanto, la irresponsabilidad, la indolencia, la insensibilidad, y otros tantos aspectos de carácter psicológico-social, están afectando notablemente incluso la estabilidad emocional del individuo y la forma de proceder como parte de un conglomerado. La segunda cuestión tiene que ver más con la pérdida de la capacidad de respuesta de las instituciones del Estado, cuyo accionar ha demostrado ser más bien lento y reactivo, es decir, intentar parchar algo cuando ya ha ocurrido y muchas veces con tiempos y resultados inciertos; como muestra, algunos recientes y trágicos botones: en Villa Nueva, hace pocos meses un niño perdió la vida cuando se le vino encima un paredón que arrastró su vivienda (una tragedia); en el volcán Acatenango varios excursionistas perdieron la vida en un hecho en donde unos y otros -inclusive a nivel institucional-, se lanzaban la pelotita evadiendo responsabilidades (una tragedia); el suceso del hogar Virgen de la Asunción, en donde fueron encerradas adolescentes que estaban bajo el resguardo del Estado, cobró la vida de 41 adolescentes (una tragedia); el deslizamiento de tierra que hace poco más de una año arrastró casas, vehículos y personas, cobró más de 200 vidas humanas (otra tragedia)… La lista podría seguir, y estoy seguro de que todos podríamos citar al menos uno de estos tristes sucesos, sin embargo, cuando ya se sabe que se padece un problema o enfermedad, ya no es suficiente hablar de ello. Se hace imperante hacer algo al respecto, y no solamente convertirnos en un país que se va acostumbrando a la tragedia.