Alfredo Saavedra

Desde Canadá─ Una ironía que el percance de incendio del denominado «Hogar Seguro» Virgen de la Asunción, ocurriera en coincidencia con las celebraciones del Día Internacional de la Mujer, a partir de que las víctimas de ese siniestro hayan sido mujeres, muchachas jóvenes en la edad de las promesas ─y desventuras─ para una juventud marginada de una sociedad indiferente y marcada por clases donde predomina el individualismo.

La noticia trascendió aquí, sin la relevancia que tienen los sucesos en que la suma de los muertos da a los despachos de prensa sus medidas en ancho y largo, en medio de un surtido de informaciones la radio oficial CBC pasó de manera escueta la nota de que un incendio en un orfanato había causado la muerte de 35 jóvenes mujeres (fue mayor la cantidad). Tal vez sin que viniera al caso, la nota de la mencionada radio estaba aderezada con el agregado de que «Guatemala tiene un gobierno señalado de corrupción».

Pero para nosotros los guatemaltecos no contó la cuantía sino la calidad humana de las víctimas y entonces la noticia ya ampliada por los medios en Guatemala, revelando la magnitud en términos de consecuencias del siniestro, tenía que recibirse como un duro golpe en la conciencia de quienes lejos de la patria nos concierne los sucesos dolorosos para nuestros compatriotas y en este caso el impacto de ese desventurado hecho nos promueve a diversas reflexiones.

Reflexiones que se disciernen en sentimientos de dolor, de impotencia y sobre todo de cólera por el destino de una Guatemala desvalida de una gobernabilidad cabal y sin profesionalidad para dirigir a un país huérfano de una dirigencia responsable. El muchacho que es ahora Presidente de la República, tal vez tenga buenas intenciones pero, como muchos de sus antecesores, le falta la capacidad, y un decente acompañamiento administrativo, para desempeñar con propiedad el cargo.

Más allá de quienes tengan la culpa por el terrible suceso o las preguntas y respuestas que requiera y que, según autorizadas opiniones, pudo evitarse por medio de las necesarias previsiones, se impone la necesidad de hacer un enjuiciamiento científico del compromiso que tiene el Estado, como rector del bienestar de los gobernados y en este caso se ha producido una justa reacción de ira en los sectores consecuentes de la población, por no haberse garantizado la seguridad de todas estas jóvenes mujeres que, independiente del carácter de sus situaciones particulares, eran parte de nuestra nacionalidad.

Muchachas tal vez ya madres, hijas, hermanas, pero ante todo ciudadanas, si cierto con obligaciones, también con derechos, como parte de un conglomerado que forma una sociedad en su totalidad. En cada una de esas chicas hoy inmoladas, había una Niña de Guatemala, no la clásica que «murió de frío» ni que en su funeral «iban cargándola obispos y embajadores». Estas nuestras Niñas de Guatemala, venían de abajo, de los vericuetos de una vida llena de negaciones, frustraciones y desengaños. Ellas tuvieron aspiraciones y anhelos legítimos y pudieron haber sido la mujer que arrulla en sus brazos al bebé esperado, la novia amada por un hombre entero, la esposa para compartir la mesa con una familia veraz.

Yo pongo, mi Niña de Guatemala, en los colochos de tu cabello, una flor esplendorosa, y en tus manos de esa muerte alevosa, claveles blancos como el alma prístina que pudiste haber tenido.

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