Juan Fernández
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Según la Organización Mundial de la Salud (2014) un niño nacido en un país de ingresos altos vive 15 años más que un niño nacido en un país de ingresos bajos y para las niñas la diferencia es de 19 años. La mitad de las 20 causas prematuras de muerte son enfermedades infecciosas o de carácter materno, neonatal y nutricional. Es decir, los pobres en el mundo mueren de infecciones de las vías respiratorias, complicaciones del parto prematuro, enfermedades diarreicas, enfermedades pulmonares crónicas, paludismo, anomalías congénitas, tuberculosis, malnutrición proteinoenergética, por citar las más frecuentes.

Lo anterior pareciera un “TAC”, un “escáner” de nuestra realidad en donde cada sección está marcada por las asimetrías socioeconómicas entre el estrato más alto de la sociedad y un sector mayoritario, el pobre que enfrenta cotidianamente la enfermedad (PNUD, 2016) a través de un modelo sanitario público fragmentado e ineficiente, fiel representación de la ortodoxia de los años noventa. Entretanto a nivel global, existen iniciativas en los sistemas sanitarios particularmente para las regiones pobres del Sur que se orientan hacia el fortalecimiento de los servicios de atención primaria, seguidos por un incremento de la fuerza laboral de extensión sanitaria e implementación de procesos formativos –prevención–.

Sin embargo, pareciera que los esfuerzos se tornan insuficientes puesto que la salud de las sociedades no depende únicamente de una sola institución, como lo pueden ser los ministerios de Salud, ni tampoco implica únicamente esfuerzos en torno al modelo de prevención, o el curativo vía la provisión de medicamentos y tratamientos –sobrevalorados como lo apunta la CICIG–; por el contrario, en este punto se vuelve indispensable abordar la problemática desde una visión integrada donde es fundamental un replanteamiento en el enfoque de las políticas públicas en salud, delimitar la responsabilidad de los actores económicos, fomentar la participación comunitaria y el cuidado de los ecosistemas naturales, -promoción-.

Desde esta perspectiva, movimientos sociales han puesto en la escena pública la problemática ante los riesgos y las crisis sanitarias vinculadas con la contaminación y la exposición a substancias tóxicas –venenos– asociadas a actividades industriales sin control. En nuestro medio, el “absolutismo extractivo” visualizado como única vía de “desarrollo” afecta a bienes públicos de amplio alcance como los bosques, suelos y agua; a lo cual se le suma la falta de controles y políticas de manejo de desechos sólidos cuyos efectos son padecidos por ejemplo en la comunidad Chuicaracoj del valle del Palajunoj, Quetzaltenango, a la cual ingresan diariamente sesenta y dos camiones de basura con lo cual la salud de las comunidades se pone en riesgo (COPAE, 2017).

En suma, la diversidad de discursos, los poderosos intereses sobre la salud y la enfermedad y el deterioro de los ecosistemas significan una de las problemáticas de mayor complejidad e incertidumbre en la implementación de políticas públicas. Sin embargo, al tornarse perceptible el nexo entre salud-ambiente-sustentabilidad supone una impostergable redefinición y cambio hacia nuevos abordajes de política pública de promoción de la salud que consideren concepciones ecosistémicas y ecosociales, en una palabra: sustentable.

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