Grecia Aguilera

La trágica muerte del hipopótamo Gustavito en el zoológico de El Salvador el domingo 26 de febrero de 2017, me ha recordado la Urna del Tiempo «Muerte del Hipopotamito», que mi señor padre el maestro don León Aguilera (1901-1997) escribió el 26 de julio de 1967 en el Diario El Imparcial: «¿Adónde iría el hipopotamito después de su muerte cruel? ¿Iría a poblar el mundo de los niños difuntos en algún paraíso situado a saber en qué lugar estratosférico? ¿Partiría con dos alitas que le nacieron sobre el lomo para volar hacia las nubes, como en un sueño coloreado de Walt Disney? ¿Por qué si hay tantos que se llaman humanos y se creen con derecho a pasar al otro mundo como unos benditos, cuando han sido el ludibrio de la raza? ¿Por qué este ser inocente, bueno, orgullo de los animales, alegría de los niños no habría de tener un lugarcito allá, más allá en un charco de azul, en donde iluminarse, y en donde olvidar al verdugo que le causara su terrible final? Si usted bosteza lector, y mientras abre la boca le tiran una bolita de vidrio, se le corre al esófago, luego al estómago y al intestino delgado, y se produce una oclusión, entonces se queja, se revuelca, llega el médico, le pone los rayos X y le prescribe inmediata operación y se salva. ¿Mas qué pasó con el pequeño Hipo? No pudo gritar aquí me duele, no pudo explicar cuando gruñía, como cuando al abrir su bocaza ya tan rosada y enorme, le tiraron una pelota y no tuvo tiempo para devolverla, tragándosela. ¡Cómo sufrió! Mas era un animal, se dirá. Cuántas veces al encontrarnos con las bestias creadas por Dios, las observamos y pensamos: ¡si pudiésemos hablarles! Qué distancia nos interpone con ellas la falta de palabra articulada. Quizá nos entendemos con perros y caballos leales y buenos amigos. Pero sólo la amorosa, la continua paciencia investigadora naturalista puede descubrirnos las maravillas inteligentes de la fauna. Era una joven criatura. Tierna bestezuela, llegó como un regalo para el zoológico. Ha sido tan difícil, tan raro poder contar con uno de esos animales, que provienen desde los tiempos del Pleistoceno, seres misteriosos de cuando la Tierra era dominada por los gigantes. El cocodrilo, el elefante, los rinocerontes y los hipopótamos de la misma línea de las creaciones extrañas y potentes de la Naturaleza. Él no conoció ni del fangoso Nilo ni de las aguas turbias y peligrosas del lago Nyanza. Nacido en cautiverio fue donado a nuestro zoo para recreo e instrucción de visitantes. Al fin, ante nuestros ojos estaba lo que sólo conocíamos a través de ilustraciones. Un caballo de río nadando ante nosotros, en su plena infancia y en camino de convertirse en el aplanador paquidermo de patas cortas, de piel negruzca y gruesa, de orejitas, con sus ojillos vivaces en contraste con su ancho y enorme hocico. Y con esa gracia de lo que aún es infantil el hipopótamo nadaba y era uno de los tesoros de la zoología para los escolares. Mas la vesania no tiene límites: increíble falta de educación, de conciencia, de quienes se acercan ante los ejemplares conseguidos con afán y costosamente, para depararles algún daño tirándoles piedras, papeles y otros objetos que al deglutirlos pueden serles nocivos… ¡Justicia! ¡Justicia! Clamó la entraña de quienes sienten como verdaderos hombres sobre la Tierra. ¡Ha sido un crimen sin nombre! ¡Un animal, sí! ¡Y tan hermano y tan afín, y tan próximo! Con justa razón ha de haber resurgido en un Edén, allí donde juegan quienes fueron arrancados a la vida extrañamente en plena flor. Y ahora sobre su ancha espalda un nene jinetea al Hipo mientras los ángeles ríen. El Hipo ascendiendo entre nubes de oro juguetonamente, allá donde no hay gente salvaje, que no sabe amar la Naturaleza. Y ¿cómo puede amar al prójimo quien causó la muerte a un inocente hipopotamito?»

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