René Leiva

En alguna ocasión, acerca del exceso interpretativo que originó El nombre de la rosa, Umberto Eco declaró: “…Soy de los que piensan que a menudo el libro es más inteligente que su autor. El lector puede encontrar referencias que el autor no había pensado. No creo tener derecho a impedir que se saquen ciertas conclusiones.”

(Es improbable que con António Lobo Antunez, su paisano, don José, en un rapto melancólico se preguntase, se dejase preguntar por el niño todavía en él: ¿Qué has hecho de mí? Y si es improbable, casi en cualquiera, ¿por qué este inoportuno paréntesis, casi un asedio alevoso? ¿Por qué no dejar en paz a don José, es decir, con sus propias cuitas, aventura, deseos, adversidades? ¿Por qué determinado lector tiene que meter sus narices, así, en plural, hasta un más allá discutible y de manera sospechosa intentar, podría decirse, apropiarse de una personalidad (de personaje o protagonista) fantasmal, hecha de palabras? ¿Por qué a tal lector no le basta -y sobra- con sólo leer, según las buenas costumbres ciertamente cada vez menos acostumbradas? ¿Qué inconfesables impulsos motiva a dicho lector a salirse de control/autocontrol?)

Ah, ese lector, si así puede llamarse, nunca debió aprender a leer, pero ya desde antes leía, de otro modo, como algún otro, y entonces nació ebrio de lectura, y así vive, el pobre, embriagado, un tanto al signo bodeleriano, siempre con resaca, y mientras más lee acumula mayor ebriedad resacosa, y entonces, por eso, ajá, así es… A tal punto que, ahora, cualquier página, o no tan cualquiera, lo perturba, lo saca de sí. Está lecturizado irremediable. Y no hay manera razonable, científica y técnica de someterlo a una deslecturización, que bien le caería. Claro que como lector es inofensivo, mientras no se demuestre lo contrario. ¿Y por qué no ha buscado cobijo en el benéfico programa de Lectores Anónimos, que a tantos ha devuelto una salud mental que no tenían porque no podían, no querían dejar de leer?

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Sabe muy bien don José que tras tanto nombre, tras todos los nombres, nada hay, salvo las catacumbas de los estantes, los mausoleos de los anaqueles, las tumbas de los ficheros… en esa vetusta pero vigente, memoriosa y desmemoriada Conservaduría General del Registro Civil. Por eso al nombre de la desconocida quiere dotarlo de cuerpo, alma, espíritu, una personalidad, como tienen, se supone, las celebridades de su colección, como hacen los escritores con sus personajes.

¿Quién, alguna vez, en el campo minado de las paradojas, no ha obtenido lo que desea mediante la pérdida de lo deseado? ¿Quién no ha buscado a sabiendas, o casi, de que no encontrará, y sólo por esa frustración sabida o presentida es que busca?

Nunca nadie lo esperó en su casa a la salida del trabajo ni cuando regresa de alguna otra parte. A quien nadie espera siempre llega puntual a cualquier hora, nunca con atraso. No ser esperado… Cuánta vida, cuánta existencia en tan pocas tres palabras. Ni esperar.

¿Nunca regresa quien nadie lo espera?

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