César Antonio Estrada Mendizábal*

Se acerca el cuarto y último año de funciones del actual rector de la Usac, y dentro de unos meses empezarán la campaña y la propaganda electoral para elegir a su sucesor. Nada fuera de lo común puesto que en la universidad continuamente se están realizando votaciones para elegir a un sinnúmero de funcionarios o directivos, desde estudiantes que integrarán la dirección de sus asociaciones hasta decanos, directores y miembros de juntas o consejos directivos de las distintas unidades académicas, pasando por la elección de otros órganos de la gestión universitaria como los jurados de los concursos de oposición para obtener una de las escasas y preciadas plazas de profesor titular. Si hacemos la seria salvedad de que el carácter académico, la preparación y la integridad de un universitario no dependen ni quedan determinados por el sufragio, y si además suponemos un tanto ilusamente que nuestros votantes son conscientes y tienen buen criterio para elegir, aparentemente todo marcha sobre ruedas, pues los estudiantes y los profesores son quienes deciden quién dirigirá el Alma máter: así, pues, reina la democracia, no hay dictador que decida a espaldas y en contra de la comunidad, pero… ¿será esto así?, ¿será que el cargo lo da la idoneidad o, como irónicamente dijo el escritor argentino Leopoldo Marechal, en nuestro medio ¿la idoneidad la da el cargo?

Largo tema es este –digámoslo en voz alta– de la ficción democrática, de la triste reducción de la sana y necesaria política universitaria al activismo electorero que produce el espejismo de que el sentir y el pensar de los universitarios son tomados en cuenta e inciden decisivamente en la conducción y en el funcionamiento de la Universidad de San Carlos. Muchos desencantos y experiencias nos ha tocado vivir en estos lustros, incluido el ataque del terrorismo estatal contrainsurgente, y hasta cierto punto no es de extrañar la apoliticidad y la apatía del grueso de la población universitaria. En estos años de debacle política, científica y moral, el microbio maligno de la mediocridad y el oportunismo aprovechó la ocasión para enquistarse en la universidad pública: erradicarlo y permitir que sane el organismo de la Usac no es tarea fácil ni de pocos, es toda una cuestión social. No obstante, sin perder de vista el cuadro general, veamos uno de sus aspectos más importantes: el engaño, el ardid, de la democracia representativa.

Desde lo que fue prácticamente su refundación en los albores de la Revolución de Octubre de 1944 y haciendo eco de la Reforma de Córdoba, las leyes y reglamentos que rigen la Universidad de San Carlos y la misma Constitución Política de la República dividen el gobierno universitario entre el rector, los decanos de las facultades y representantes de los profesores, de los estudiantes y de los colegios profesionales que son electos por los miembros de sus respectivos sectores. En el caso del rector y los decanos, la elección no se hace por voto directo sino por un muy cuestionable y sesgado sistema de planillas de electores de alumnos, docentes y colegiados. Este régimen, que en sus inicios pudo ser adecuado, se ha vuelto anacrónico y deja sin participación a una alta proporción de universitarios de todo el país al no tomar en cuenta, al excluir a los centros regionales y a las escuelas que no son parte de ninguna facultad (las llamadas escuelas no facultativas). La conducción de las facultades y de las escuelas está a cargo de las juntas o consejos directivos compuestos siempre según la poco afortunada y errónea noción de que la universidad se puede reducir a un grupo de sectores, cada uno con intereses particulares y hasta opuestos entre sí.

Vuelvo a decir que la dirección, el gobierno de una universidad debe responder a su naturaleza universitaria, es decir, a su carácter científico, cultural, educativo y político, con miras a su fin último que sería coadyuvar a la liberación y superación individual y colectiva de las mujeres y hombres de este país, poniendo especial cuidado en la población históricamente relegada y privada de sus derechos. A pesar de ello, la experiencia demuestra que los directivos, las autoridades universitarias hace mucho que han gobernado en sentido contrario dejándose llevar por las corrientes actuales, individualistas y de corte neoliberal.

¿Qué papel tiene en todo esto el ardid, el señuelo de la democracia representativa? Pues que, con rarísimas excepciones, verdaderas raras avis, los directivos universitarios, sean profesores, sean estudiantes, representantes según la letra muerta de los reglamentos, en la práctica no representan a ninguno más que a pequeñas capillas de intereses poco claros, o a sí mismos en sus egoístas y arribistas afanes. La comunicación de los representantes con sus representados, con el colectivo que se supone deberían representar, es prácticamente inexistente y se limita a las actividades y las comunicaciones de las festivas campañas electorales –en la politiquería, no hay candidato malo– y, una vez electo, el feliz ganador se aleja de quienes lo eligieron, la incomunicación se hace la norma, y, como nuevo y flamante directivo, tiene el camino expedito para orientar sus decisiones sin más criterio que el que su imaginación le dicte, sin entretenerse en minucias como lo que realmente está ocurriendo en su entorno, en la sociedad o en la institución, las dificultades, aspiraciones o sugerencias de maestros, investigadores o alumnos, o lo que la universidad necesite, a veces con urgencia, para desarrollar bien su importante labor.

Ahora bien, la comunicación, el intercambio de ideas y la discusión entre los decanos o directores de escuela, los representantes docentes o estudiantiles, y los profesores y los estudiantes es de doble vía. Los presuntos representados tampoco hacen mucho por comunicarse o relacionarse con quienes los representan o ejercen un cargo directivo. Este aislamiento, en el caso de los profesores, puede tener distintas explicaciones: desconocimiento de los procedimientos administrativos institucionales, desinterés en el rumbo que lleva la universidad, desengaños acumulados, especialización profesional que descuida los contextos más amplios que van más allá de la propia disciplina, cortedad de miras que lleva a prestar atención exclusivamente al ámbito del propio quehacer… todo lo cual se enmarca en la ausencia de un espíritu y de un ambiente reflexivo, crítico, incluyente y propositivo, democrático en una palabra, lo cual –sin excluir la responsabilidad individual que nos pueda corresponder– es una consecuencia del peso de la noche (palabras de Cardoza y Aragón), de la siniestra historia que nos ha tocado vivir en este lindo y horrendo país (como lo llamara uno de nuestros poetas revolucionarios).

Agreguemos que, por supuesto, en la Usac los políticos de profesión, los que han hecho de la descompuesta política universitaria un modus vivendi, los que acaso no tengan vocación de universitarios pero sí escaso carácter científico, ideológico o cultural, dirán que las cosas marchan bien en la Universidad Nacional, que quienes piensan o afirman lo contrario es porque no aman su casa de estudios, que están confabulados con quienes la quieren destruir, y alegarán, como prueba, que todos, profesores y estudiantes, están representados en los órganos de dirección, que ninguno ha quedado al margen, que todos tienen voz.

Hercúlea tarea es superar esta situación; al parecer, el espíritu de la época no es propicio. Se requiere tiempo y esforzado trabajo educativo, teoría y práctica unificadas en la praxis. Como profesor universitario me atrevería a recomendar ejercitarnos para ser como ambidiestros, trabajar con las dos manos: una que se encargue de hacer bien la labor particular de uno y la otra, que eche abajo la corroída máquina de la política universitaria para empezar a vislumbrar el renacimiento del Alma máter, y así vuelva a ser lo que se espera de ella.

*Miembro del Consejo Superior Universitario
Representante de los profesores de la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacia

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