Eduardo Blandón

Ya puede descansar feliz y contenta, en la eternidad o donde se encuentre, la flamante política inglesa, Margaret Thatcher. Si lo que quería en vida era fama, poder y gloria, todo lo ha conquistado de manera superlativa y últimamente en exceso. Eso es lo que se desprende de su última hazaña al aparecer en el famoso Oxford Dictionary of National Biography, una especie de salón de la fama intelectual donde reposan para la posteridad las figuras más famosas de la historia inglesa.

Su entrada al Olimpo no ha sido de cualquier forma (¿qué cosa entre la crème de la crème es franciscano?), sino colocándose en los más altos rangos del pedigrí inglés. A ver si me explico. Margaret Thatcher acaba de ubicarse en la reciente edición del famoso diccionario británico en el tercer puesto de singularidades exquisitas que más palabras dedicó el mata burros.

Eso es formidable porque supone la importancia de la Thatcher en el imaginario inglés. Según las notas de prensa, solo William Shakespeare y la reina Isabel la superan en cuanto a rico contenido textual. Superando a Winston Churchill, Cromwell, Wellington, la reina Victoria, Enrique VIII y tantos otros menos dotados y por lo tanto disminuidos frente a la dama de hierro.

33,648 palabras le dedica el diccionario para ubicarla en su justa dimensión (digámoslo buenamente). Una labor maníaca, ficcional y muy a lo seguro, hagiográfica. Demasiado para una mujer que más allá de sus dotes políticos e histriónicos no se tentó el alma para invadir países y pasar leyes que aún hoy recuerdan los británicos con amargura.

En Guatemala no tenemos ese interés por registrar la vida de nuestros patricios. A Dios gracias. Eso nos ahorra el malestar de leer la biografía puntual de nuestra pléyade de infames, políticos, empresarios y ciudadanos vanales que por azar formarían parte de nuestro minúsculo cementerio rosa.

En fin, debe ser difícil pasar por la vida sin dejar huella. La Thatcher ya tiene su merecido. Faltará ver si nuestros insensatos se conforman con el nombre de algún puente, un título honoris causa, helicópteros, propiedades o simplemente una plaqueta. El ego lo reclama y es necesario satisfacerlo.

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