Juan Jacobo Muñoz Lemus

La historia que voy a contar, es un hecho real. Afortunadamente no se trata de nada trágico, sino de un pasaje breve, de esos que hacen que la vida tenga color.

En aquellos días era yo un pinche de psiquiatría, y con esto quiero decir del rango más bajo. Y en consecuencia, el que debía hacer tareas menores y de poco prestigio profesional; así como cualquiera, al que le ha tocado ser un gato alguna vez y se le encarga el trabajo sucio.

Un día, recibí la orden de ir a casa de un paciente con un problema mental agudo. Debía llevarlo como fuera al hospital para internarlo. Digna tarea de un pinche, como ya dije.

En este punto debo decir, que los pacientes psiquiátricos suelen ser complicados. Difícilmente aceptan que tienen una enfermedad, y en consecuencia, no aceptan ningún internamiento. Pueden llegar a ser violentos, además de impredecibles. Así pues, que sabiendo todo esto, ni lerdo ni perezoso, pedí ayuda a dos compañeros residentes. Ayuda que incluía usar el carro de uno de ellos para el traslado. ¿Y la ambulancia?, diría cualquiera. No había ambulancia.

Llegamos los tres pinches a la residencia de aquel hombre que a como diera lugar, teníamos que trasladar al nosocomio, en este caso manicomio. Para colmo no había nadie en casa más que él, y nosotros como buenos novatos, no sabíamos nada de consentimientos informados, firmas de gente responsable y todo eso que luego se vuelve legal. Temerarios como éramos, agarramos a nuestra presa y, entre los tres la metimos al carro que era un Hatchback, en la zona del baúl.

Mi amigo manejaba, los otros dos íbamos en el asiento trasero sosteniendo los hombros de nuestra víctima, que mientras tanto, viajaba sentada de espaldas a nosotros y veía el camino que íbamos recorriendo.

El sujeto estaba francamente loco, y tenía una marcada agitación psicomotriz. Hablaba sin cesar y hasta por los codos y, tenía un pensamiento disgregado e incoherente, lleno de ideas que luchaban por salir una antes que otra; y un discurso que se desviaba con facilidad a causa de cualquier estímulo externo. En resumen, tenía un cuadro maníaco bien colocado. Uno de esos cuadros en los que el paciente es capaz de querer vender la Torre del Reformador, y para colmo, encontrar alguien que se la compre.

De pronto, y súbitamente, este sujeto le dio una patada a la puerta del carro viejo en que viajábamos. La abrió con un solo golpe y, con velocidad igual a la de sus ideas, sacó a patadas la llanta de repuesto que venía allí junto con él. Y como íbamos calle arriba, la llanta empezó a rodar calle abajo.

Mi amigo paró el carro, y absurdamente y sin pensarlo; los tres pinches nos bajamos y empezamos a correr por la pendiente detrás de la llanta para alcanzarla, sin ningún éxito. Hasta que de pronto, y cayendo entonces en la cuenta de nuestro desatino irresponsable; vimos como el paciente nos rebasaba corriendo más rápido que nosotros; y fue él, quien luego de ser nuestro cautivo refrenado, recuperó la llanta fugitiva y desenfrenada.

Y allí quedamos los cuatro, sentados sobre la misma llanta y sin poder parar de reír a carcajadas. Todo aquello había sido una locura, de esas que hacen que la vida tenga color.

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