René Leiva

Narraciones hay que conservan secretas aristas de materia prima, de atmósferas primigenias, de humus, vapor telúrico, luz condensada, gérmenes en flor, miradas a medio camino… Y esos restos de materia prima velada, en una historia, buscan paralelo correlato lectural, esperan su conversión a un desciframiento abierto a otras puertas y ventanas, señalan un horizonte subterráneo, contienen el mapa de más misterios…

Hay relatos de sencillez formal, de sobriedad o abstención en los recursos de puntuación, pero polisémico contenido; en que si el autor no figura o carece de explícitos rasgos autobiográficos, él es inevitable personaje, y el lector –aunque no cualquier lector—también deviene personaje alterno, mucho más que un comparsa según la lectura lo escoja como su (verdadero) protagonista. El lector como la sombra del héroe en su aventura, a posteriori, aventura secreta e inédita; o mejor, la sombra oblicua del propio narrador. El lector como el otro sentido, paralelo al significado. Acaso no existe acto de mayor libertad, nada parecido, ninguno de tanta dispersión seminal, que la lectura liberadora de diferente horizonte.

Sabido es, desde siempre, que nadie sabe para quién escribe; que lo escrito no puede ser leído y metabolizado por cualquiera, que sólo una flecha da en el blanco, que las palabras toman caminos sin bordes, o mueren en el comienzo… sin dejar de ser, estar, envolver un sentido, dar aviso… Leer, reescribir lo descifrado, encontrar otra escritura, el texto gemelo nunca idéntico.

La otra lectura, simultánea pero no textural, su eco. ¿Hay otro que lee, a la vez, el mismo escrito, otro interior que otorga diferente sentido a la lectura? Leer, darle la palabra a otras palabras nacidas o emanadas del texto leído, mas no para exhumarlo.

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Más que el encuentro o descubrimiento de la mujer desconocida, en su fuero más intenso y recóndito, don José la ha inventado con fundamentos ajenos a la fama, con cuanto se ignora de alguien, ello en el ordenado ámbito de la abstracción… A falta de tenerla frente a frente, en carne y hueso, se asigna inventarla precisamente por si no la encuentra, por no ser ella uno de los nombres famosos de su colección. ¿Y qué tanto hay del propio don José en la desconocida; otra cara, otra moneda; su soledad, su soltería en franco declive, su condición de funcionario menor, rutinario y sumiso?

Ante la evanescente personalidad de la desconocida, a don José parecen bastarle sus huellas referenciales o reflejas, los vacíos espacios del aire por ella alguna vez respirado, su probable voz, su aroma (¿mitad rosa y mitad crisantemo?), sus inciertas lágrimas y sonrisas, todo eso sin forzar su obediente imaginación de repentino y quimérico enamorado, pero pleno en su orfandad amatoria cultivada en el desierto.

Don José podría asumir aquello de hacer la obra (aventurarse) pero no afanarse por sus frutos. Cuando el encuentro, cabalmente, está en la búsqueda. El éxito en el esfuerzo. Y la épica del fracaso presentido y acaso deseado. Fracasar, el verbo que sólo es posible conjugar-conjugado en plural… al final. ¿Verdad, pueblo?

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