René Leiva
¿A cuál edad, en qué circunstancias, buscar/encontrar significado a la propia vida en tanto la existencia ha transitado y transcurrido por rutas gastadas por muchos otros pasos, entonces ya carentes de significación singular? ¿Cómo advertir que eso, esto, cualquier cosa que esto, eso sea, es la señal única e irrepetible del destino, ese destino que, al fin, dotará de sentido y significación al existir y, a la vez, a la vida como el marco y el trasfondo del futuro inmediato?
Don José tuvo su momento decisivo (ignorante de dónde provienen las decisiones), con duración de segundos e intensidad dispersa, en la intimidad de su vivienda, al encontrarse con el nombre innominado de una mujer desconocida que, por serlo, como él mismo, llegó a su vida descolorida de manera fortuita y eso basta para, cómo decirlo, para ser el germen de un vago enamoramiento ¿metafísico? y una tentativa aventura subversiva por parte de don José.
La desconocida, su nombre, por esta vez, estaba con él, no en el fichero…
Ella, según su ficha, 36 años, casada y luego divorciada. Él, soltero de cincuenta años, un Don Quijote no lector de libros de caballería sino coleccionista de vidas de famosos.
(Cada época con la excrecencia social de los ídolos/fetiches de su suerte.)
Don José, escrupuloso como es, no encuentra palabras para definir los motivos velados de sus decisiones que no dejan de sorprenderlo… ¿Cuál es la naturaleza de lo repentino, de qué olvidadas o ignoradas lejanías vienen los inopinados actos oportunistas?
Si hay un interlocutor en el diálogo interno, por qué no ha de haber un inter o intra-actor que, cabalmente, en ciertas circunstancias, actúa en vez o a la vez del principal, que éste no se atreve o elude, con las consecuencias también imprevistas pero secretamente deseadas.
Alguien, dentro, extraño pero no ajeno, toma decisiones trascendentales, luego de un remoto y detenido sopesar entre síes y noes (en un contexto de aventura). Hasta que madura no hay verdadera aventura.
Uno es el que ordena y pone en orden la aventura, y otro, casi el mismo, quien la efectúa.
Curiosos atajos, rodeos, vericuetos entre causa y efecto, en un mismo pecho.
No obstante, el inclemente ego alterno de don José, su imperativo categórico/social, lo obliga a atisbar las primeras causas de sus actos (in)voluntarios, sabedor de que ambos las ignoran…
Ante una prematura, pero no decisiva desilusión en su aventura endógena, no lejos de donde vive, pues supone que su búsqueda de la desconocida terminará en ese encogido inicio, desde el primer paso, don José, además, debe soportar una nueva escaramuza dialéctica entre su fogueada razón y una repentina angustia. Si el azar no escogió a don José sino más bien le propuso, a su manera, una especie de aventura, que él, también a su manera, aceptó, resulta razonable su frustración primeriza, y como consecuencia, encontrarse en medio de los dimes y diretes entre su reciente angustia y su razón, ambas tan convincentes, tan decididoras y preocupadas precisamente por don José.
Entre dubitaciones y contradictorios autoengaños, entre esperanzas de la imaginación e imaginaciones de la desesperanza, don José encuentra cómo distraer a la resignación.
¿Quién se resigna, así, en secreto, ante el sedimentario magnetismo de lo desconocido?