Ricardo Rosales Román / Carlos Gonzáles
Signatario de los Acuerdos de Paz

La nación guatemalteca ha sido marcada por historias truncadas una y otra vez. Esperanzas que no se han concretado. Hace 20 años la firma de la paz abrió una nueva posibilidad. Tras 36 años de conflicto armado interno y un largo proceso de negociación, arribamos al 29 de diciembre de 1996 llenos de esperanzas y con un Acuerdo de Paz Firme y Duradera que era -y es- una plataforma real para refundar y reconstruir el país. El intento, una vez más, está a medias.

¿De quién es la responsabilidad del incumplimiento, del Estado actual, e implementación o no de los acuerdos firmados? La respuesta es compleja. Una lista sirve para aproximarse a ella: el gobierno en turno de Álvaro Arzú, los regímenes que le sucedieron, los grupos de poder (fácticos o no), y también nuestro, de quienes luchamos por construir la fuerza política que Guatemala necesita. Desde luego, también hay responsabilidad de los sectores sociales y populares que no hicieron suyos los acuerdos.

Al respecto, en 2006, con ocasión del décimo aniversario de la firma, escribí que parte del extravío del rumbo, se debió a que «se perdió de vista que la búsqueda de la paz en nuestro país por medios políticos era y debe seguir siendo un proceso sustantivo e integral. Al no tomarse en cuenta esta tan importantísima cuestión conceptual, metodológica y de fondo, los distintos sectores de la sociedad (…) se posesionaron e hicieron suyos sólo aquellos compromisos y acuerdos en que parecía que encontraban recogidas sus demandas y prioridades.

«En la práctica, además, se dispersó lo acordado y convenido y, lo más grave, se desnaturalizó y desvirtuó el contenido integral y sustantivo del proceso y de los Acuerdos suscritos. No se tuvo ni se sigue teniendo en cuenta o no se considera que un acuerdo por separado, por importante que sea, no puede verse al margen de los demás y que es en su conjunto como hay que pasar de lo que en el pasado ha sido la verificación y evaluación cuantitativa y porcentual a una etapa superior que, en mi opinión, consiste en consensuar lo que procede a fin de entrar a la etapa de construcción de la paz, en las condiciones y situación del país en el momento actual, sus antecedentes y posible curso y tendencia».

Pero para que este planteamiento tenga sentido, desde lo político, la izquierda debió contar con una fuerza capaz de impulsar los acuerdos y de adecuarlos a los momentos nuevos. Sin embargo, en el transcurso de estos 20 años, la izquierda institucionalizada -hablo, fundamentalmente, de su dirigencia-, se encargó de convertirse en un dividido grupo de fuerzas que cada cuatro años se ahogan en la coyuntura electoral, que ven las elecciones como fin y no como medio y que tejen alianzas electoreras sobre la base de la coyuntura y no de los principios revolucionarios que les dieron origen.

Su presencia es débil y sus posibilidades de incidir en la vida política nacional casi nulas, como se vio en la también truncada oportunidad que se dio el año pasado de contribuir para que las movilizaciones de septiembre y el descontento popular no se quedaran en la plaza, sino trascendieran a cambios reales, más allá del advenimiento del gobierno actual y el sector duro que lo encumbró, respalda y alimenta.

En ese contexto, los Acuerdos de Paz han sido marginados por políticas públicas fallidas sucesivamente y por un financiamiento del exterior y de la cooperación internacional, que cuando fluye, busca resolver efectos y no causas de la problemática nacional.

La vigencia de los Acuerdos de Paz firmados hace 20 años está en que buscaban atacar las causas que entonces, y ahora aún cimentan nuestras carencias, debilidades y penurias. Ese es su valor histórico y trascendencia. Mientras los gobiernos que se sucedan sigan destinando recursos y esfuerzos que no van al fondo de la problemática nacional, Guatemala no saldrá del marasmo, de la inmovilidad, del atraso y la pobreza.

A 20 años de la firma de la paz, hay que reflexionar, primero y actuar después, sobre la necesidad que tiene la izquierda, el movimiento social, popular, indígena, de mujeres, jóvenes y trabajadores del campo y la ciudad, de unirse. Es momento de tender puentes entre las generaciones que trabajan y luchan por otro país posible. Es momento de encontrarnos, de buscar coincidencias.

Como lo escribí hace 10 años: «el diálogo y las conversaciones con los distintos sectores sociales y populares adquiere legitimidad y validez si corresponde a la voluntad y decisión política de conducirse con el propósito de acercar puntos de vista, encontrar los aspectos en que se puede coincidir y que en los que hay diferencias, no se conviertan en un pretexto para demorar o posponer el acuerdo, así como en lo que se puede avanzar y resolver».

Es tiempo de refundar el país. Los Acuerdos de Paz son la base y sustento para lograrlo exitosamente.

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