La democracia norteamericana ha sido un referente para el mundo y a partir de ello se han propagado por todos lados lecciones acerca de ese modelo como uno a imitar. Básicamente es el gobierno de la mayoría que se decide en elecciones libres mediante las cuales el ciudadano escoge a las autoridades que quiere con base no solo en personalidad sino en plataformas y oferta política.

Sin embargo, por segunda vez en 16 años estamos viendo una de las grandes fallas de esa democracia que admiramos. No siempre el ganador es realmente ganador, puesto que como ocurrió con Al Gore en el 2000 y con Clinton en el 2016, la mayoría de votos de la gente no es decisiva por la existencia de un arcaico sistema de Colegio Electoral que es el que finalmente elige al presidente. Y los votos electorales no están ajustados con la densidad de población, lo que plantea una distorsión tremenda, al punto de que el voto de alguien en el estado de Wyoming tiene muchísimo más valor que el habitante de San Francisco California, por ejemplo.

La idea surgió por la desconfianza de los llamados padres fundadores de la patria, en el buen juicio del elector, en ese tiempo limitado a gente que tenía propiedades y, por supuesto, que eran de raza blanca porque ni los nativos indígenas ni los negros tenían derecho a votar, y cuando la densidad de población era inconmensurable con la actual. Estados como California no eran aún parte de la Unión Americana y la población no se había asentado tan densamente en las costas del Pacífico, mientras que las urbes del Atlántico tenían muchísima menos gente.

En un auténtico sistema democrático, el pueblo elige y las autoridades resultan siendo las que ganan en votos. Así ocurre aún en Estados Unidos para elegir autoridades locales, miembros de la Casa de Representantes y del Senado, así como a los gobernadores de cada uno de los Estados y sus respectivas legislaturas. Pero para la elección del funcionario más importante y más poderoso no opera la regla de que la mayoría de ciudadanos decide, sino que se impone la que otorga esa facultad a un Colegio Electoral dispuesto arbitrariamente.

No hace falta una reforma constitucional para acabar con esa aberración. Bastaría con que 25 Estados la repudiaran para que el Colegio Electoral fuera historia y al día de hoy, 13 ya lo han hecho. Pero hay poderes políticos a los que no conviene el cambio y por ello es que quien nos da lecciones de democracia no la practica en su más crucial elección.

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