Raúl Molina

El 8 de noviembre, casi 60 millones de votos –menos que los que obtuvo Hillary Clinton– dieron el poder a los Republicanos y a Donald Trump. Día aciago para Estados Unidos y también para el resto del mundo, particularmente para América Latina y el Caribe. El sistema electoral de EE. UU., no del todo democrático, permitió que Trump obtuviera más de los 270 votos electorales que necesitaba para ser presidente. Los análisis de la elección han sido abundantes, así como las explicaciones de por qué el voto se inclinó hacia la persona más inadecuada para dirigir los destinos de EE. UU. Un día después, se han notado tres actitudes de sus opositores: la de las felicitaciones diplomáticas; la de quienes quieren demostrar tolerancia y beneficio de la duda; y la de los muchos que lo rechazan.

Los grupos primeros ven el futuro como incierto, aunque saben que la aplicación del plan Trump va a afectar a sectores de población y otros países. Ingenuamente se cree que este podría superar las grandes divisiones sociales y políticas que existen en Estados Unidos. Esto se vivió en los albores del Siglo XXI, luego del fraude electoral a favor de George Bush Jr. Poco después de concentrarse el poder en el Partido Republicano, el 11 de septiembre de 2001 se produjo el ataque en Nueva York y, con ello cambió la historia para siempre. La unidad temporal de la sociedad estadounidense se logró sobre la base de la indignación y el miedo; el péndulo político se corrió totalmente a la derecha. El plan Trump puede llevar a decisiones igualmente peligrosas y cuenta con las dos Cámaras del Congreso, Casa de Representantes y Senado y posiblemente con la Corte Suprema de Justicia.

La tercera actitud es de quienes, basados en lo que propone Trump y sus antecedentes, perciben un futuro oscuro. Miles de estudiantes en todo el país han empezado a protestar en sus centros de estudio y se han producido manifestaciones espontáneas de decenas de miles de personas para expresar su rechazo al personaje electo, con un firme “No es mi presidente”. No se ve la posible unificación del país sino que, al contrario, una profundización de las grietas que lo atraviesan y que los Republicanos exacerbarán con el abuso del fracasado sistema político. Si bien se lograron algunas posiciones para personalidades más cercanas al sentir popular –fue electa la primera senadora hispana y reelecta Norma Torres, guatemalteca preocupada por humanizar el fenómeno de la inmigración– esos logros no hacen mella en la maquinaria Republicana que acaparará los Poderes Ejecutivo y Legislativo. Para nuestro país, parece cierto el vaticinio de que pasaremos de “Guatemala” a “Guate Peor”. Una de las medidas más importantes en el plan Trump es cerrar la frontera con México a la inmigración del sur; otra medida igualmente drástica es deportar a las y los inmigrantes indocumentados. Es una amenaza de muerte contra nuestro país, porque el regreso de millón y medio de connacionales a un Estado fallido y la pérdida de 5 mil millones de dólares anuales en remesas constituirían una crisis de incalculables repercusiones. No es futuro incierto; es el más oscuro y trágico panorama.

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