Arturo Martínez

No vivió la década del 44-54, tampoco la leyó, de lo contrario tuviera un sentido de lo que es democracia. Tampoco estudió política ni mucho menos la ejerció. Esto ha provocado una terrible improvisación en el manejo de asuntos altamente delicados como es el de la gobernanza de un país. De un brinco llegó a la cima del poder, y por eso está perdido y desorientado, pero con un gozo inaudito porque tiene en sus manos el poder para hacer y deshacer lo que le venga en gana o lo que le dicen que haga los manipuladores, sin dirección propia alguna. El poder que nunca soñó, como tampoco el ingreso que percibe. Como no tiene ideología, tampoco tiene brújula, salvo alinearse a lo que dispongan los dueños del país y el imperio. Gracias a que contó con la gran mayoría del electorado que confió en él, se pensaba que tendría de igual manera la oportunidad de hacer algo de lo que se hizo en aquella gloriosa época –aunque a algunos no les gusta-: continuar el proyecto político, económico, social y cultural con fervor patrio en favor del pueblo, pero no lo hará porque en el poco tiempo que lleva en el ejercicio del poder ya demostró cuál es su estilo de gobierno: mediocre, entreguista, inodoro, incoloro, insípido y sin rumbo cierto.

Guatemala es un país complejo, lo hicieron complejo porque no cuidaron de él, solo lo esquilmaron, y no pusieron los ojos en aspectos que son fundamentales como la educación, salud, trabajo, salarios justos,  vivienda, servicios públicos, control sobre el crecimiento de la población y no digamos la seguridad, pero también y de gran importancia la contribución del Estado a favor del IGSS, incluyendo la previsión social, y ahora todo esto es prácticamente irresoluble, salvo que se depure la casa empezando por combatir la corrupción, la contención del gasto público y el nepotismo; que emprenda con carácter urgente una denodada lucha porque se modifique la Ley Electoral y de Partidos Políticos, la Ley de Servicio Civil y la Ley de Compras y Contrataciones, de lo contrario el país se irá deslizando cada vez más hacia el abismo. Es cierto que en Guatemala no hay ciudadanos –que son los que luchan por sus derechos constitucionales-, no hay educación ciudadana, no hay cultura de ciudadanía, solo votantes, y por eso nadie defiende esos derechos y por ende no existe poder de convocatoria.

El Presidente de una nación debe ser un estadista, pero también un político porque no siempre concurren ambas cualidades. Pero cuando no se es ni una cosa ni la otra el gobernar se complica enormemente porque no se sabe qué hacer en la dirección política de gobierno. La capacidad de gobernar con cierto éxito solo es posible si se tiene la idoneidad y preparación que exige el cargo.  Una visión de nación, una visión de país y una visión de Estado son parámetros para poder llevar a cabo lo que exige un buen gobierno, pero ante todo conocer la Constitución porque es la mejor guía para gobernar, porque una Constitución no es solo una rosario de principios fundamentales de derecho, también contiene un gran sentido político que es la base firme y segura para consolidar un buen gobierno. Un Presidente no debe saber de todo, pero sí debe tener una buena orientación, un verdadero sentir de las apremiantes necesidades del pueblo para, aún dentro de la escasez de recursos económicos, satisfacerlas de la mejor manera. Ser honesto, ser honrado, ser sincero, tener una sensibilidad social, llevar un régimen de austeridad y sobriedad, son elementos para acreditar una gran confianza en los gobernados. Por el contrario, mentir, abusar del poder, no tomar en serio su ejercicio, bromear, burlarse, no tener un plan de trabajo, viajar, llenarse de oropel, llevar al disfrute a su familia, a costa de los contribuyentes y ver las necesidades del pueblo con indiferencia y menosprecio, son signos inequívocos de un pésimo gobierno, que merece un rechazo unánime.

El Presidente debe hacer enfoques constantes de la actuación de las instituciones democráticas, particularmente cuando se tiene una deplorable imagen por razones de corrupción y de ineptitud; esos enfoques  son siempre bien recibidos, porque si el Presidente representa la unidad nacional, esta debe hacerse valer ante toda situación que afecte la dignidad de los ciudadanos y del pueblo, como, por ejemplo, censurar la actuación del Congreso de la República, que tiene un rechazo unánime de todos los ciudadanos. Unirse al pueblo en aquello que afecte el interés común, que dan motivo a descontentos que socaban la democracia y la institucionalidad. Ser imparcial y justo aunque no sea juzgador, sino político. Oír a los que más necesidad tienen de ser oídos. Velar por el bien común, haciendo lo mínimo para convivir en paz con la mayoría, es decir, cumplir con las mínimas exigencias de la democracia real. Esto es lo que el pueblo quiere, el verdadero pacto social. Si el gobernante se aleja de este pacto social inevitablemente vendrá una disconformidad que generará más problemas sociales, más desequilibrios, que solo conducirán a un malestar general, que involucrará a todos los sectores, directa e indirectamente.

El Presidente, como representante de la unidad nacional debe identificarse con las mayorías que lo llevaron al poder, que es la razón de cualquier gobierno, acercarse no alejarse de los problemas que las tiene postradas en la más abyecta pobreza y extrema pobreza. Comprender el sufrimiento de esas mayorías y tratar de resolver sus necesidades aunque sea en mínima parte, para aminorar ese sufrimiento, o por lo menos oírlas, de lo contrario esas mayorías desequilibrarán, a través de la lucha, el balance de los derechos individuales y los derechos sociales, en perjuicio de la gobernanza. Este acercamiento debe ser en todos los órdenes de la vida humana pero no cortando cintas ni inaugurando chorritos, ni contar chistes de mal gusto, burlándose del pueblo en su mera cara. El buen gobierno no está adentro de los cristales del Palacio Nacional sino en las afueras, en el verdadero campo, no para hacer demagogia sino para hacer un buen gobierno.

El Presidente no necesita llevar grandes filas de carros que le sigan, porque no estamos en guerra y si lo hace por seguridad debe sentir en carne propia lo que es la inseguridad aun a costa de su propio riesgo. Los buenos gobernantes hablan con su gente cara a cara, escucha y se deja oír, y plantean al pueblo las cosas realmente como son, porque eso les otorga confiabilidad y credibilidad, y definir políticas públicas que articulen un compromiso, mediante programas realistas y objetivos. Esto le da al Gobierno legitimidad legal y política, como lo demanda la democracia real.

El Presidente, sin embargo, por su incapacidad y desconocimiento no puede generar políticas públicas que articulen un compromiso y una clara programación que conduzca a restaurar el orden perdido, hacer justicia, brindar seguridad y hacer realidad el fin supremo que es el bien común, lo que es sumamente grave, por lo que Guatemala resulta ser un Estado fallido.

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