René Arturo Villegas Lara

Vicente Guacamaya era un comerciante ambulante que venía desde Quiché, con un gran tanate de cortes, de distintas clases y colores, para confeccionar los vestidos que se estrenaban en la feria de mayo o para la Nochebuena, además de unos ponchos hechos en Momostenango, que nunca se los compraban porque aquí, por el fuerte calor, la costumbre era dormir desnudos. Los ponchos eras amarillos y tenían estampados, con hilos de lana negra, muchos quetzalitos de cabeza cuadrada. Esos ponchos se los colgaba en uno de sus hombros, y al cabo de los años desistió de traerlos, porque se fueron destiñendo de tanto ir y venir. Además del tanate de tela y otras prendas de vestir, andaba cargando una cajoncito de madera barnizada, en donde colocaba un surtido de jaboncitos Maya, vaselina La Parot, cajas de polvos, crayones de labios, cajitas de crema para limpiar la cara, colorete para las mejillas, perfumitos Cuatro Rosas, sin faltar los ganchos sandinos, remaches, botones de distintos colores y lustrinas para hacer bordados a manos.

El señor Yeyo, esperaba la llegada de Vicente Guacamaya, porque siempre vendía las oraciones impresas donde Sánchez & De Guise. Él era quien tocaba la chirimía en el atrio de la iglesia cuando llegaba el día de Corpus o durante las celebraciones de la Semana Santa; pero, oficialmente era el brujo del pueblo, con facultades muy reconocidas en ese arte, heredadas de su ancestro xinca. Regularmente los impresos que vendía Guacamaya, eran de la Magnífica y de la Oración del Puro, los que el señor Yeyo repartía entre las personas que le confiaban sus problemas; y aunque él no sabía leer ni escribir, de eso se encargaba un nieto que lo inscribieron en la escuela para ayudar al abuelo al momento de rezar las oraciones. Además, le ayudaba a sonar un tamborcito cuando los jubileos, siguiéndole el ritmo a la chirimía. La última vez que llegó Vicente Guacamaya, le trajo una nueva oración, la del Ánima Sola, que en la portada tenía a una mujer desnuda del ombligo para arriba, en medio de grandes fogatas que la chamuscaban día y noche. De las tres oraciones, cada una tenía diferente intención, y las mujeres que lo visitaban por la noches, cuando la luna estaba en cuarto creciente y no les importaba las dificultades que había que vencer para llegar a su rancho, importándoles nada los cercos de piedra volcánica que lanzó el Tecuamburro en sus erupciones de hace millones de años, y los enjambres de chuchos de patio que salían furiosos de las cocinas, ladrando como si vieran a la misma Siguanaba. El señor Yeyo sólo atendían cuatro mujeres por noche y casi todas llegaban para que les leyera la Oración del Puro y les aconsejara sobre sus dificultades, oyendo sus reflexiones entre una densa cortina de humo de puro de Zacapa y con claras respuestas sobre lo que se le preguntaba, casi siempre averiguando con quiénes las engañaban los dueños de sus desvelos. Las otras dos oraciones eran para otros fines: La Magnífica, para alejar malos espíritus y curar las “saliduras”, sin necesidad de acudir al cura para que rezara los Evangelios y, la oración del Ánima Sola, para saber en dónde estaba el alma de algún pariente que había partido de este mundo: si al infierno, al purgatorio o al cielo, según el tren de vida terrenal que hubiera llevado. Pero, la oración más solicitada era la del puro, porque la infidelidad de los hombres era endémica en este pueblo en donde ni siquiera había sala de billar para matar el tiempo, antes que el tiempo los matara a ellos.

El señor Yeyo se sentaba en cuclillas sobre un petate de tul, de espalda a un altar lleno de flores silvestres y una imagen antigua de San Gabriel Arcángel, que tenía los ojos saltones y colorados como si hubiera fumado mariguana. La dubitativa mujer se hincaba delante del brujo, esperando que de sus labios saliera la verdad que andaba buscando. Cuando el señor Yeyo ya había consumido un cuarto del puro de Zacapa, empezaba a recitar la oración que sabía de memoria y gesticulaba moviendo las manos como si estuviera ejecutando de una danza tailandesa. Atrás del altar, separado por una tela de pabellón, estaba el nieto, como un apuntador de comedia, siguiendo la lectura de la oración por si al abuelo se le olvidaba el texto. De repente, llegaba la respuesta y la verdad: “-No tenga pena: según la oración, su conviviente no tiene otra mujer. Lo que pasa es que le gustan los tragos y como se los hecha en el bar Pénjamo, allí trabajan algunas rockoleras salvadoreñas que tienen papeles de Escuintla; y como son de casco ligero, alguna vez la carne es vencida por el espíritu débil, aunque no se trata de nada serio”. Terminada la sesión y ya el humo se había dispersado, la mujer recibía una botella de media, con un agua de color rojo, para que se la bebiera el marido entre el fresco del almuerzo y lograr que le bajaran las energías.

El día que se quemó toda la ranchería del barrio de arriba, en cuenta se fue también el rancho del señor Yeyo, con todo y las oraciones que le vendía Vicente Guacamaya, y como éste ya no regresó por estos lugares, pues como empezaron los enfrentamiento con la guerrilla en todo lo que es Quiché, decidió dedicarse a fabricar muebles de pino y no correr peligros en los desolados caminos rurales de la Costa Sur. Entonces, el señor Yeyo decidió dedicarse sólo a tocar la chirimilla los jueves de Corpus o en celebraciones de Semana Santa, pues de la Oración del Puro, sólo quedaron los recuerdos.

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