Claudia Navas Dangel
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Hoy por la mañana, justo a las seis prendí la radio y escuché el Himno Nacional, por alguna razón que aun no comprendo: empatía con amigos, la brutalidad de la letra o simplemente por asociarlo a algo oficial, gubernamental, o que me remontó a los aburridos actos cívicos en el colegio, siempre de pie, automáticamente cambié de estación. Pero seguía sonando, parecía una pesadilla, estación marcada y sonaba, con orquesta, con Álvaro Aguilar, en voz femenina… finalmente lo dejé sonar e intenté recordar bajo qué argumento, la presión, obvio, lo aprendí en la niñez y si alguna vez me cuestioné lo que decía; estoy segura de que en esa época lo repetía cual loro sin saber siquiera el significado de muchas de las palabras que en él se mencionan.

Vino a mi mente una ocasión en la que fuera del país lo escuché y me emocionó, chapinismo, esa falsa idea de que era el segundo himno más bello del mundo, nostalgia quizá, aunque nunca he estado tanto tiempo fuera como para tener ese sentimiento.

Lo cierto del caso es que el Himno visto a estas alturas de la vida no me dijo nada, como tampoco me lo dicen las banderas de tela, de plástico y en stickers que adornan en estos días carros, casas y negocios.

Continué en la búsqueda de imágenes patrias, La Monja Blanca, una flor que jamás he visto en vivo, La Ceiba. El Quetzal, el escudo, la marimba que me gusta cómo suena, mucho más con Orellana, y llegué a la conclusión que aparte de este último símbolo musical, nada me refería a Guatemala.

Pensé que siento mucho más mi país, en el atol, el zangoloteo de una lancha en el lago de Atitlán, en una tostada de guacamol con cebolla, perejil y queso; en mis libros, en la canasta que me obsequiaron en Chicabnab hace años, en el clin clin del guardabarrancos de mi abuela, en los barriletes gigantes de Sumpango.

Todo lo demás no me dice nada, como tampoco me lo dice la banda que porta el empleado público mejor pagado del país, y su negación constante a aceptar la realidad, o el escudo dorado que adorna toda la publicidad que lo ha convertido en una marca; no me dice nada el slogan del Inguat, eso no remonta a la nación, no me identifica como chapina, tampoco estas fiestas bicolores, las antorchas encendidas y los ruidosos desfiles.

El Himno suena y no pasa nada, pero alguien entona Luna de Xelajú o la Linda Morena y mi corazón se alegra, y es que pese a todo amo a mi país, no digo patria porque no me gusta esa palabra, me enorgullezco de mucha de su gente, de mí, y celebro esta tierra aunque no con una independencia inexistente, un himno interpretado de mil formas y un palacio de cristal que nos permite ver a un presidente-emperador como el del cuento, deprimente, carente y ridículo.

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