Luis Fernández Molina

Refundar el Estado es una cruzada altisonante, ampulosa, que expresa una pretensión muy ambiciosa. Infiere cambios radicales, empero, autonombrarse fundador o refundador de un estado es una distinción histórica perpetua. La nacionalidad estadounidense se ha ido forjando alrededor de la devoción, rayana en lo religioso, a los “founding fathers”: Washington, Jefferson, Adams, Franklin entre otros. Revisando las páginas de nuestra historia no encuentro personajes que merezcan elevarse en el pedestal de fundadores. Algunos escribieron capítulos destacados como Pedro de Alvarado por 1530; Pedro Molina, Dolores Bedoya, Cecilio del Valle y otros a quienes hemos reconocido como “próceres”, pero no como fundadores. Quien más se acerca al título de fundador fue Rafael Carrera pues en 1847 constituyó la República de Guatemala. Desde entonces solo podría acercarse a esa distinción –y con pocas posibilidades- Justo R. Barrios. Ni Reyna Barrios, ni Estrada Cabrera, ni Orellana, ni Ubico podrían aspirar al honroso privilegio de fundadores. Tampoco los constituyentes de 1985.

Si hablamos de refundar hacemos referencia a que hubo antes una fundación. Si se reconstruye debe por lógica existir una anterior construcción. Pregunto entonces: ¿cuándo se fundó realmente el Estado de Guatemala? Y siendo el término “fundar” muy profundo, es menester de aclarar qué se entiende por tal término. Nuestros procesos históricos se han desarrollado con una inercia sin coherencia ni orientación, son meros impulsos sin timón: la conquista, la colonia, la independencia, la federación, la individualización del Estado, las sucesivas dictaduras, la época democrática. Todo parece producto del azar, de las circunstancias sin un plan determinado que vaya más allá de las bellas proclamas de las Constituciones.

Mientras espero las respuestas quiero referirme a un planteamiento que hizo hace varios años mi distinguido profesor, el maestro Rigoberto Juárez Paz. Hago propio y comparto las profundas reflexiones de su artículo. Imagina Juárez Paz sobre una Guatemala del siglo XXI como la República Federal de Guatemala, formada por: la provincia del Norte (abreviados): Petén, AV., BV.; la provincia del Sur (SR., Esc., Suchi, Reu.); las provincias del Este (Zac., Chiq., Iz., Jal., Jut.); y la del Oeste (Quetz., Chim., Sol., Toto., Quiché, SM., Hue.) y la del Centro: Gua., Sac. y EP. Dice que los símbolos patrios serían los mismos para todos los guatemaltecos “(…) los ciudadanos de cada provincia elegirían a su Congreso Provincial y a su gobernador, mientras que el Congreso y el Senado federal serían electos por toda la ciudadanía.” Que los representantes provinciales, reunidos en Asamblea General Extraordinaria elegirían al Presidente y al Vicepresidente de la República Federal. Un porcentaje de los impuestos provinciales se destinaría al sostenimiento del gobierno federal.

Dice Juárez Paz: “Me anima la convicción que la descentralización del poder, en todas sus formas, redundaría en grandes beneficios para la mayoría de nuestra población. Me anima, además, la convicción que dicha descentralización, y la consecuente autonomía para las provincias, contribuiría a que desapareciera la resistencia y el malestar de los dirigentes indígenas que se sienten marginados. Al ser ellos política y económicamente autónomos, se fortalecería su conciencia de ser guatemaltecos (…)”. Cabe señalar que el referido autor se opone al Convenio 168 de OIT y agrega “es incomprensible que la Constitución (….) tenga una sección tercera, intitulada Comunidades Indígenas.” Pregunta el autor: “¿Por qué no propiciamos que las provincias mayoritariamente indígenas tengan su propio gobierno, dentro de un sistema federal?”

Cabe decir que ese planteamiento no riñe con lo establecido por nuestra Constitución en el artículo 141. Una sugerencia muy profunda –más allá de temas someros como número de diputados o las comisiones de postulación–. Merece al menos una cavilación.

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