Adolfo Mazariegos

La semana recién pasada estuve en una actividad en la que coincidí con un antiguo amigo de universidad. Después de saludarnos y conversar de cuando fuimos compañeros de clase me preguntó que cuándo publicaba un nuevo libro de cuentos. Agradecido por su interés le ofrecí publicar, en este espacio, algunos microcuentos de mi pequeño volumen titulado Cien Palabras (Magna Terra Editores). Helos aquí:

El Gato
El Gato dio una vuelta en el aire y cayó chocando violentamente contra el asfalto de la avenida. Desde la ventana de su apartamento, en el quinto piso del edificio, la mujer lo vio en el suelo. Era noviembre. Una fina lluvia helada caía constante desde la mañana, sin arreciar o mermar. Los curiosos empezaron a rodear el cuerpo rápidamente, volviendo la vista hacia arriba y viendo aquella figura que permanecía inmóvil en lo alto. “Ella lo empujó”, dijeron con acierto, mientras los ojos verdes y facciones del hombre que yacía en la avenida, indicaban por qué le decían Gato.

Por un hotdog de Pink’s
Decidí salir a fumar un cigarrillo en la acera, frente al edificio. Trabajar de noche estaba haciendo lo suyo en mí. Me paré al lado del ventanal y observé la extensa avenida La Brea. A unas pocas cuadras se veía la fila de los que compraban hotdogs en Pink’s. Pensé que no habría problema si iba a comprar uno y volvía enseguida. Así que atravesé la calle y, no sé de dónde ni cómo, una avioneta cayó de pronto sobre el edificio. “De la que me salvé”, agradecí. Al día siguiente me despidieron por haber abandonado mi puesto de trabajo.

En el ascensor
La atmósfera en el interior del ascensor empezaba a sentirse realmente pesada. Llevábamos ya casi diez minutos allí. La señora del bolso rojo empezaba a desesperarse; se notaba en sus gestos y movimientos. El abogado del quinto piso comentaba un caso de homicidio con un colega suyo. Gotas de sudor empezaron a resbalar rápidamente por mi frente; estaba molesto, contrariado… De pronto, la niña que suele acompañar a la chica que vende sándwiches, dijo: “por qué no oprimimos algún botón y nos largamos ya de aquí”. Todos nos miramos unos a otros, avergonzados. Alguien abrió, y empezamos a salir apresuradamente.

Cien palabras
No sabía cómo decírselo, así que pensé en escribirle una breve carta que no tuviese más de cien palabras. No me imaginé contando palabra por palabra, pero luego supe que tendría que hacerlo para estar seguro de que fueran exactamente cien. Cuando ella regresó, yo estaba sentado en una de las sillas del comedor, con la hoja de papel en la mano. Me observó displicentemente mientras dejaba su cartera sobre la mesa. Se acercó hasta mí, tomó la hoja de papel, la vio, me vio: ¡no había nada! Nuevamente fui incapaz de decírselo; ni con una carta de cien palabras.

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