Luis Fernández Molina

Para muchos la Biblia contiene la palabra misma de Dios, para otros es un marco referencial de moral y conducta. En todo caso, ha sido un cincel que ha ido esculpiendo los perfiles de la actual civilización humana. Comprende muchos preceptos, para algunos son 613, aunque otros contabilizan más de mil. Uno de los primeros mandatos de Dios, en aquellos primigenios días en que ordenó la creación de todo el Universo, fue el de que «el hombre debía dejar a su padre y su madre para unirse con su mujer». De hecho es la primera instrucción impartida en el contexto de una comunidad humana, una comunidad incipiente que se formaba con los que se han conocido como nuestros primeros padres.

Llama la atención el texto del Génesis que impone al hombre la obligación de dejarlo todo; claramente, quien se mantiene firme es la mujer. Se consagra aquí la unidad del matrimonio, pero no es ese el punto que quiero abordar como lo es resaltar que el eje central e inconmovible de esa nueva unión es la mujer. Suena extraña esa sentencia (que se repite en varios pasajes bíblicos) en nuestras sociedades tradicionalmente dominadas por los hombres (sociedades «machistas»), pero la interpretación no puede ser mas diáfana. La humanidad es un gran universo que se compone de galaxias que giran alrededor de un punto central, como planetas que gravitan alrededor de un sol. Es claro que ese foco unificador de la familia es la mujer y más concretamente la madre. Es la fuerza gravitacional alrededor de la cual gira toda la familia.

Al festejar el Día de la Madre celebramos, por extensión, el día de la maternidad. Una maternidad que va más allá de la concepción biológica. Es el puente que nos comunica desde el insondable misterio del ser a esta experiencia tangible. Es nuestra puerta de entrada a las realidades humanas. Es la fuente de vida y de amor que nos habrá de acompañar toda la vida. Alguien dijo que el nacimiento es una cita a ciegas en la que se habrá de conocer el amor de la vida. Una crónica de devoción y entrega que no tiene comparación alguna. ¡Cuán grande es el sacrificio de las madres! Emerson tenía razón cuando dijo que no había niño tan encantador que su madre no quisiera que se durmiera.

También quiero referirme a aquellas madres, que por los giros del destino han sido ellas -al contrario del texto bíblico- quienes dejan a sus padres por unirse a sus maridos. Que han dicho adiós a la casa de su infancia, a sus padres y demás familia, para seguir a su marido y criar hijos en tierra extraña. Dura escogencia, difícil abrirse camino en suelo diferente. Mujeres guatemaltecas que por trabajo propio o del marido emigran a otros países; casadas con extranjeros se van a formar su vivienda a tierras lejanas, a los Estados Unidos, a Sudamérica o Europa. O bien mujeres alemanas, chilenas, estadounidenses que se desposan con guatemaltecos y deben empezar aquí a conformar una familia, adaptándose a nuestras costumbres y a familiares políticos antes desconocidos. Entre ellas mi madre, que dejó su natal Nicaragua. Dijo adiós a su cálida tierra, de lagos y volcanes -donde el talento es peste-, para estudiar en la entonces conspicua Facultad de Medicina. Se enamoró de un profesor de Cardiología y lo demás es historia. Historia de mucho amor prodigado a su esposo e hijos y que hoy, aprovecho este espacio, para agradecerle con todo mi ser. ¡Feliz Día de las Madres!

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