María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

La semana pasada se conmemoró el 18 aniversario del asesinato de Monseñor Juan José Gerardi, para muchos, mártir de la verdad y la paz, para otros, un farsante comunista que buscó manipular la historia. Como en todas las conmemoraciones, este es un momento propicio para reflexionar de nuevo acerca de los estragos que hasta el día de hoy nos sigue causando la inmunda guerra interna que arrasó con la cohesión de nuestra sociedad, transformándonos en individuos incapaces de pensar en términos de los intereses del Estado.

Lo cierto es que desde aquel momento, la historia que más frecuentemente nos han contado es la escrita por una de las partes, teniendo una suerte de realidad a medias que no es garante de la libertad (recordemos aquella famosa cita bíblica “Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” Juan 8:32). Por la misma razón, los guatemaltecos seguimos siendo esclavos, esclavos de la memoria (o amnesia) selectiva que ambos bandos nos han vendido como la verdad, pero que no es más que algo subjetivo y parcializado.

Los guatemaltecos no conocemos la verdadera historia, cada una de las partes enfrentadas vocifera y lucha por hacer prevalecer su parte del cuento y es incapaz de solidarizarse o ser empáticos con las victimas del otro lado. Minimizamos el sufrimiento de los “opositores” que padecieron en manos del grupo de nuestra simpatía y les extraemos toda su humanidad al justificar los vejámenes cometidos en su contra dependiendo de quienes eran y quienes fueron sus victimarios.

Nos hemos metido en un debate eterno sobre si hubo o no genocidio, sobre quiénes tenían la razón, sobre quiénes eran los buenos y los malos. Justificamos las acciones de unos y no de otros porque estos querían librarnos de la “opresión capitalista” o bien, porque arriesgaron sus vidas por mantener las garras del socialismo lejos de nuestro pueblo.

Como he dicho en otras ocasiones, la guerra en Guatemala se congeló, cesó el fuego y cayeron las armas que matan la carne, pero continúan hasta el día de hoy, el odio, el rencor y el deseo de venganza.

“Vividores” se han llamado mutuamente unos y otros, y estoy de acuerdo, varios grupos e individuos, representantes de ambos bandos han hecho del conflicto un modo de vivir, un negocio rentable que les brinda comodidades y lujos pero que representa una pesada carga para el pueblo guatemalteco. Significa el enfrentamiento de la sociedad y su polarización, significa ignorar nuestro ideal de hermandad y ver en el rostro del que piensa distinto al enemigo.

El desconocimiento de la verdadera historia, no ha hecho más que continuar agudizando esa separación entre nuestro pueblo. Admito que hay una carencia de objetividad al tratar el conflicto y que la memoria histórica no es tal porque no se juzga de igual forma a los dos grupos involucrados. Por tanto, el primer paso para sanar las heridas tendrá que ser ese verdadero conocimiento que ya Juan nos decía que nos acercaría a la libertad, a la liberación de esas cadenas que, con frecuencia voluntariamente, nos atan a un pasado que pretendemos seguir reviviendo y nos impide avanzar.

Este año se cumplen 20 años desde la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera, y el distanciamiento de aquella cruenta guerra es apenas perceptible. Los guatemaltecos necesitamos estar dispuestos a romper esa camisa de fuerza que nosotros mismos nos hemos colocado. Estamos necesitados de debates mucho más importantes que nos permitan salir adelante como sociedad. Dejemos de inculcar odio en las nuevas generaciones, sólo así podremos aspirar a algún día sentirnos verdaderamente hermanos, guatemaltecos que luchen por un objetivo en común.

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