Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Si somos objetivos y serios, la soberanía no es un tema poco importante sólo para el Embajador de los Estados Unidos en Guatemala, sino que ha sido ignorado por quienes somos llamados a ejercerla. Nuestra Constitución establece de manera clara que la soberanía radica en el pueblo, quien la delega para su ejercicio en los Organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial, entre los cuales no puede haber subordinación alguna. Pero la cuestión es que históricamente los ciudadanos guatemaltecos hemos carecido de esa potestad de delegar nuestra soberanía porque mediante procedimientos perversos, grupos de poder paralelo se han adueñado del poder político y controlan, para su beneficio y para mantener la corrupción y la impunidad, a esos tres poderes del Estado.
Hace años fueron las dictaduras de los Carrera, Barrios, Estrada Cabrera y Ubico, por lo menos, las que pisotearon la soberanía del pueblo de Guatemala; luego vinieron los gobiernos militares que mediante la sucesión de fraudes electorales cambiaban cada cuatro años la cara del dictador, pero mantenían la dictadura. Y desde 1986 para estos días, la perversa alianza entre los partidos políticos y los poderes fácticos que les financian, secuestraron la democracia impidiendo realmente que los ciudadanos podamos elegir. La mejor muestra está en la actual conformación del Congreso, idéntico a los demás, a pesar de que la ciudadanía acudió a las urnas en la última elección para repudiar a los políticos tradicionales, quienes lograron atrincherarse en el Legislativo donde siguen haciendo micos y pericos.
Nuestro sistema político no permite elegir a nuestras autoridades porque está basado en un modelo de participación controlada por camarillas que pretenden ser partidos políticos pero que no lo son al no tener elementos de democracia interna para la toma de sus decisiones. El resultado es que aquí la soberanía la ejercen en alianza diabólica los dirigentes de los mal llamados partidos políticos y quienes les financian su actividad, asegurando que el pueblo sea simplemente un elemento decorativo para hablar de la existencia de democracia.
Hace un año un puñado de ciudadanos ejerció su soberanía reclamando contra la corrupción que ha empobrecido al país y limita su posibilidad de desarrollo. Empezó entonces un proceso que dependería de cuánto se ejerciera la ciudadanía y de qué tanto entendiéramos que el problema no eran Pérez Molina y Baldetti, sino el sistema que les permitió actuar de la manera en que lo hicieron.
Un país sin ejercicio soberano está condenado a que otros metan las manos con impunidad, para usar la palabra de moda. Pero cuando esas intervenciones se hacen para mantener el “establishment”, que ha sido la trágica historia de nuestra dependencia, se pisotea la dignidad de un Estado a cambio de nada. Los interlocutores de los gringos en el país son esos poderes fácticos que secuestraron la soberanía para aprovecharse de la indiferencia del pueblo. Son los que no quieren que nada cambie porque temen perder privilegios y posiciones, y por ello nos forzaron a ir a elecciones el año pasado sabiendo que no había condiciones para obtener resultados diferentes.
El discurso de Robinson sobre nuestros agudos problemas se queda vacío cuando su intervención es para apuntalar a los que han causado esas dramáticas condiciones que él señala y que a mí siempre me han dolido tanto.







