Raúl Molina Mejía 

Yo, hoy revolucionario, fui joven de clase media que tuvo que tomar decisiones trascendentales para exigir grandes cambios sociales y políticos. Pese a la formación en el Colegio Salesiano Don Bosco, no abrí los ojos a la tragedia del país antes de las jornadas de marzo y abril de 1962. Mi despertar se produjo a lo largo de varios años, al reconocer que habíamos sido engañados con el “petate del muerto” del comunismo por la Liberación, los grandes ricos, Estados Unidos y los militares traidores. Fui impactado, por diversos motivos, por el levantamiento de oficiales del ejército el 13 de noviembre de 1960. No sabía exactamente qué había ocurrido; pero, al igual que ahora, percibía que el país no volvería a ser el de antes.

Cuando en marzo y abril de 1962 los estudiantes universitarios salimos a enfrentar a las fuerzas de seguridad de Ydígoras, éramos jóvenes de la clase media, muchos egresados de establecimientos secundarios privados. Nos oponíamos a los desmanes del presidente, la falta de democracia y la profunda corrupción. Fue una ola juvenil semejante a la de abril a septiembre de 2015. Había llegado el momento del estallido social, en el que la ideología cedió su lugar a la lucha por la dignidad. Hay grandes diferencias entre 1962 y 2015. Antes, salimos a enfrentar balas; hoy se pudo salir sin temor a la muerte y la represión. En 1962, fue un comienzo de violencia revolucionaria; hoy, se hizo el esfuerzo por evitarla. En 1962, los “poderosos” nos detuvieron con ataque armado a los recintos universitarios y represión. Hoy, los mismos actores nos detuvieron con la manipulación de las elecciones.

Sofocada la lucha en el 62, se abrieron a los jóvenes dos caminos. Uno, sumarse a la lucha guerrillera iniciada por el 13 de noviembre. Y, dos, sumarse a las fuerzas civiles que buscaron la transformación del Estado y la sociedad desde el movimiento social y la participación política. Quienes nos inclinamos por esta vía, nos esforzamos desde Usac, organizaciones religiosas, cooperativas, asociaciones de todo tipo, la acción sindical y popular y partidos políticos comprometidos. Fuimos agredidos por el terrorismo de Estado y vimos caer miles de compañeros y compañeras. Quienes se aglutinaron en las fuerzas revolucionarias corrieron muchísimos más riesgos; pero también tuvieron la posibilidad de defenderse. Cerrados todos los espacios de la vía democrática, en 1978, desde la oposición política tomamos la opción de apoyar al movimiento revolucionario armado, haciendo uso del derecho del pueblo a la rebelión. Ese proceso tomó 20 años y gran parte de la generación que vivió esa historia fue diezmada. La lucha no fue en vano, sin embargo: se logró el Acuerdo de Paz Firme y Duradera de 1996, si bien de cumplimiento limitado. Es esa la tarea incompleta para los jóvenes de esta generación: hacer que dicho Acuerdo, verdadero Pacto Nacional, se cumpla. Si queremos evitar la violencia revolucionaria, se deben poner energía y esfuerzos en actualizarlo y lograr su pleno y pronto cumplimiento. Ya depuramos juntos el Estado, si bien parcialmente; ahora podemos volver al rumbo de 1996 y establecer la Nueva Guatemala.

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