Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Hoy serán juramentados los magistrados electos por el Congreso en un proceso de postulaciones que fue cuestionado por todos los sectores que vigilan al sector justicia. Seguramente no serán ni mejores ni peores de los que hemos tenido, sino simplemente el tipo de magistrados que se acostumbra en un país que se caracteriza por ser campeón en términos de impunidad debido a la existencia de aparatos y poderes paralelos que dominan la situación desde hace ya demasiado tiempo.

De hecho, la impunidad se estableció en Guatemala desde los tiempos de la conquista, cuando el conquistador se arrogó el derecho de sojuzgar a los pobladores nativos a sangre y fuego, con el pretexto de la evangelización, y se crearon mecanismos para que esos abusos no fueran castigados. Al privilegio de impunidad de los conquistadores le sucedió el de los criollos que se decían “amigos del país” pero que actuaban como dueños del mismo. El mecanismo funcionó siempre también que se fue enraizando hasta ser la principal característica de nuestra administración de justicia en la que el ladrón de una gallina se va al bote, pero el que se roba millones del erario puede no sólo disfrutar sin pena el recurso mal habido, sino además ostentarlo groseramente.

El conflicto armado interno sirvió para perfeccionar el molde de la impunidad porque el Estado necesitó proteger a sus agentes a cargo de la lucha contra la insurgencia y de esa cuenta se copó el Ministerio Público y se coparon los tribunales con la intención de impedir cualquier investigación que pudiera traducirse en castigo por excesos cometidos durante el conflicto. Y firmada la paz, ese aparato quedó intacto y estableció contactos con el crimen organizado (lo cual se facilitó por una especie de ósmosis), y llegó a ser lo que obligó en su momento a establecer una comisión internacional que nos ayudara a luchar contra la impunidad, comisión que se encuentra en una etapa crítica porque hay notables esfuerzos para acabar con ella.

Podemos hablar de una Guatemala de claroscuros en algunos campos de la vida nacional, porque hemos tenido, por ejemplo, un par de buenos gobiernos que cumplieron con promover un mejor servicio público y hay ocasiones en que hemos gozado de mayores libertades. Pero en el plano de la justicia no hay tales porque siempre, desde ayer y para siempre, hemos tenido un modelo viciado que ahora se perfecciona con una Corte de Constitucionalidad que le pone la tapa al pomo cada vez que hace falta para asegurar la sobrevivencia de esa estructura de poder paralelo que ejerce el más absoluto control sobre el sistema de justicia.

Y me atrevo a decir que es el sistema que nos espera para siempre porque no tenemos una ciudadanía capaz de generar un movimiento de rechazo y resistencia que obligue a su modificación. Hoy, cuando asumen los nuevos magistrados, los ciudadanos seguimos con nuestra vida normal, sin sobresalto alguno ni molestia, mucho menos indignación, por lo que hicieron los magistrados del tribunal constitucional. Simplemente seguimos arrastrando la carreta sabiendo que vivimos “piscinas pero contentos”.

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