René Arturo Villegas Lara

Al fin y al cabo había muchas veredas por las que se podía salir del pueblo y tomar el rumbo que uno quisiera, sin peligro de que lo persiguieran. Dos de los presos estaban con la cara pegada a la reja, viendo la oscuridad y oyendo la profundidad del silencio; los otros estaban tirados en el suelo, haciendo como que dormían, para no despertar sospechas. Los doce habían sido hechos prisioneros desde hacía cinco días por orden del Ministro de Justicia, pues había que darle sin piedad a cualquier brote que se sospechara como afectos a los unionistas derrocados en el pasado mes de diciembre, y que insistían en luchar para botar al gobierno del ministro de la guerra, aunque por lo abandonado y lejano que quedaba este pueblo, la gente no sabía que existiera gobierno ni les interesaba. El Comandante recibió la orden de fusilarlos a como diera lugar; el problema era que había que celebrarles un juicio, y buscar cómo justificar el fusilamiento así por así, era un problema, ya que todo se debía a una delación de viejos vecinos liberales, acostumbrados a vivir haciendo denuncias falsas sobre presuntos actos de los enemigos políticos del nuevo gobierno, herencia de la cultura de delación que dejó implantada en la población el señor presidente de los veintidós años.

Lo presos no confiaban mucho en los ofrecimientos del guardia y les parecía sospechoso que sin qué ni para qué, se acercara a ofrecerles ayuda para que se fugaran. Un día antes, las mujeres de los presos se acercaron a la comandancia para rogarle al Mayor Aroche, que les perdonara la vida a los detenidos. El mayor Aroche les pidió una ayuda económica para el mantenimiento de los guardias y a la más joven de las suplicantes le dijo que llegara por la noche para hacer algo por salvar a su conviviente, quien, según el parte, era el jefe de los sediciosos. Esa misma mujer juraría más tarde que algún día tenía que venadear al mayor Aroche. Los presos estaban convencidos que de esa prisión no saldrían nunca. Se sentían condenados a pasar muchos días, muchas semanas, muchos meses, conviviendo entre lamentos, desesperanzas y obscenidades que presos anteriores dejaron escritas en las blancas paredes de la celda. Por eso, a pesar de no tenerle confianza al guardia que resoplaba como caballo, consideraron que era un milagro que de repente les ofreciera facilitarles la fuga. Como a las siete de la noche, Martina, llegó al cuarto del comandante y estuvo de acuerdo en acotarse con él si de verdad soltaba a su marido, pues eso fue lo que le ofreció. Como a las diez de la noche, después del toque de queda, toda la población ya dormía y la escolta estaba formada cerca de la celda, con las tercerolas cargadas y en posición de tirar. Todo era silencio y obscuridad, cuando se oyeron pasos en el corredor y el resoplido repetido de un caballo. En ese momento se abrió la puerta de la prisión. Cuando los presos salieron al patio, ni siquiera habían llegado al callejón que rodeaba la comandancia, cuando se oyó la primera descarga, y otra y otra, hasta que los doce presos cayeron leyfugueados, por evadirse de la prisión sin esperar que llegara el juicio. Catarino Valverde, el marido de la Martina, tenía una bala incrustada en el hombro derecho y por eso pudo correr hacia la oficina del telégrafo, en busca de un refugio; pero, hasta allí llegó el mayor Aroche, a ultimar a un indefenso. Quince días después, en un parte del Ministerio de la Guerra, se informó que un levantamiento de unionistas de la costa grande, que todavía no sabían que el gobierno ya había caído, fue sofocado con un saldo de doce muertos por parte de los alzados. A los dos años de esa matanza, en el lugar denominado el vado del muerto, camino a Cuilapa, desde las ramas de un tempisque, una mujer apuntó certeramente con una escopeta hechiza, de doble posta y cañón, y el cuerpo del mayor Aroche quedó como regadera de jardín, tendido a la orilla de Río Frío ¡Parte sin novedad!

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