Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Desafortunadamente, en Guatemala no ocurre eso porque no tenemos partidos políticos sino apenas esos clubs de amigos que se organizan bajo el liderazgo (¿) de alguien que quiere ser presidente y funcionan movidos por intereses económicos y jamás por principios políticos, valores cívicos o ideologías que marquen el rumbo de sus decisiones. Ese es el sistema que se construyó con la apertura política de 1985, cuando se puso fin a los gobiernos militares producto de fraudes electorales, para trasladar el poder a camarillas que inmediatamente se pusieron de acuerdo con socios en el sector privado para diseñar un modelo basado en el dinero como principal herramienta del político.

Un diputado en Guatemala no le tiene que rendir cuentas a nadie más que al dirigente del partido con el que busca su reelección. Lo que piense el ciudadano se lo pueden pasar por el arco del triunfo porque ni usted ni yo valemos un comino para los intereses y necesidades de los diputados. Su reelección no depende tanto del voto del ciudadano, como de que se le asegure un buen lugar en el listado de candidatos de un partido con posibilidades de acarrear votos masivamente y por ello sus únicos patrones son los caciques del partido al que pertenecen y quienes le dan el dinero para abrirse camino en ese mercado que es la política criolla.

Y como saben que a finales del año entrante habrá multitudes haciendo fila para legitimar con su voto un sistema corrupto y caduco, no tienen razón para andarse cuidando de tomar decisiones trascendentes. Al fin y al cabo no está en riesgo su carrera mientras no hagan algo que equivalga a orinarse fuera de la bacinica y eso únicamente ocurre si se apartan de las asquerosas reglas del juego que prevalecen en nuestro poder Legislativo.

Podemos quejarnos, lamentar nuestra situación y ver con preocupación nuestro futuro, pero nada se puede hacer porque el sistema está cada vez más afianzado y más descarado. Al principio trataban, por lo menos, de guardar apariencias pero el decoro se perdió hace mucho tiempo y ahora vemos esas inexplicables alianzas entre los enemigos acérrimos que se reparten el poder judicial como los secuestradores se reparten un botín. Y el parangón no es exagerado, porque literalmente tienen secuestrada la legalidad del país al amparar la continuidad de la impunidad que, hay que decirlo, tarde o temprano nos pasará a nosotros y a ellos una enorme factura porque no hay país que pueda vivir en paz y seguridad si no existen mecanismos legales para que la ley sea el elemento rector de la vida ciudadana.
Quejarnos, pues, no es más que una catarsis.

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