Eduardo Blandón
Lo importante, sin embargo, no es si lo olvidó o no, sino el impacto que produce en la conciencia del guatemalteco. Nunca como hoy, me parece, los ciudadanos se sienten, nos sentimos, tan vulnerables y a merced de la delincuencia común. Un trauma que hemos interiorizado cada vez más y cuyos efectos negativos hace que vivamos intranquilos y con miedo generalizado.
Es cierto que el terror en las calles no lo inventó el Partido Patriota. Más bien ha sido un proceso que se ha generado «in crescendo» y que con el gobierno de Pérez Molina si no ha crecido, al menos se ha solidificado aún más. Hemos pasado desde los asaltos de carteristas, a los robos descarados en los buses, los asesinatos de pilotos y «brochas», hasta llegar a los secuestros, extorsiones, decapitaciones y estado de terror común en el país.
No somos, tal vez, Siria ni estamos en un territorio sin salida, como la Franja de Gaza, pero poco falta que igualemos el número de muertos sin que necesariamente estemos oficialmente en guerra. El desangramiento diario es pavoroso y solo nosotros que estamos acostumbrados a la carnicería ya no nos escandalizamos por tanta maldad. Algunos optimistas a ultranza se consuelan al comparar números, pero francamente eso es negar la realidad tontamente.
La situación es tan espeluznante que quienes deciden irse del país son cada vez más. Y no nos da vergüenza, más bien culpamos a otros de nuestros problemas (a veces no sin razón), olvidando que el protagonismo ciudadano es más bien limitado. Reconozcamos nuestra culpa: ni los políticos, ni el empresariado ni el liderazgo en general guatemalteco ha sido muy grande para destrabar los mecanismos tenebrosos de un sistema hecho a la medida de los poderosos.
No nos hemos puesto de acuerdo, no ha habido quien aporte desde un liderazgo sólido, viviendo así, atomizados, desarticulados y sin ningún horizonte que muestre a mediano plazo una realidad distinta. Todo apunta, por el contrario, a que nos conducimos con paso firme hacia la africanización o hacia la emulación del desastre haitiano. Y seguimos, eso sí, impávidos.
Concluyamos diciendo lo obvio: no puede haber desarrollo en un país donde sus trabajadores no pueden ir al banco por miedo a ser secuestrados y asesinados. Es imposible el crecimiento económico en un territorio en el que los empresarios tienen que cerrar sus negocios por miedo a la extorsión. Es impensable un país medianamente desarrollado en el que sus habitantes no pueden trabajar tranquilos por miedo a contestar una simple llamada telefónica. Cuán desgraciada ha llegado a ser nuestra vida en Guatemala.