José Roberto Alejos Cámbara

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José Roberto Alejos Cámbara

El 29 de octubre de 1984 el recinto legislativo fue invadido de pesar. Alejandro Maldonado dirigió el homenaje póstumo para Santos Hernández, diputado por el Quiché, quien se convirtió en víctima de “una vorágine de odio, de fanatismo, destrucción e intolerancia, y que estaba causando problemas estructurales en nuestro país”, dijo Maldonado en su discurso.

Muchos diputados de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) identificamos la humildad de Santos Hernández y la sencillez de su proceder, pero la polémica generada por el señalamiento de no saber leer ni escribir motivó, incluso, que su propio partido el Frente de Unidad Nacional (FUN) quisiera despojarlo de su curul, extremo que no fue permitido. Sin embargo, como no pudieron quitarle su curul, le quitaron la vida.

Resonaron palabras que parecían un presagio “la violencia es corrosiva y destructiva, y si no tomamos disposiciones inteligentes, sensatas y decididas, no para reprimirlas sino para suprimirlas, Guatemala caerá en un proceso de estancamiento en donde los guatemaltecos sufriremos las peores consecuencias. Por ese motivo, la violencia debe ser la principal preocupación de todos los sectores políticos”.

Desde esos tiempos ya se hablaba de los tipos de violencia, de esa violencia ideológica, de la verbal y material; y de ellas, definitivamente, las más negativas y las de mayor objeto de condena, son las primeras.

La violencia material es ejecutada por ignorantes, por sicarios que no merecen la consideración social y que deberían ser objeto del más grande castigo, aunque también merecen escarmiento quienes generan las condiciones de esa violencia, para quienes motivan la práctica de ideologías recalcitrantes, para esos carentes de solidaridad humana.

No era lo mismo leer o escuchar sobre las muertes causadas por el conflicto armado y los excesos de la guerra que vivir en carne propia el asesinato de un colega, de un humilde campesino, cuya violencia en su contra motivó esas reflexiones. Esas reflexiones son aun válidas hoy, 37 años después de aprobada la Constitución.

Los discursos de antaño también rezaban que lo principal era respetar un orden legal que surgiera de la voluntad del pueblo. Un gobierno dotado de autoridad, pero que descansara en el prestigio de ser producto de la verdadera y genuina voluntad del pueblo.

Nunca se aclaró la muerte de Santos Hernández. Eso quedó en la impunidad y en el olvido. Dijeron que fue un colaborador de la insurgencia y que por eso quisieron sacarlo de la Constituyente. No lo lograron, pero lo asesinaron. Pese al temor entre los constituyentes nada impidió redactar la Constitución de la forma como se hizo.

Lo triste es que aquel vaticinio dado en el discurso póstumo en cuanto a quedar estancados se cumplió. ¡Estamos estancados! y como decían los representantes de la Democracia Cristiana: “Guatemala está en una situación sumamente crítica por causa de la intolerancia y de la incomprensión que han degenerado en violencia. Vemos cómo sectores interesados, en forma irracional e irresponsable, y además aventurera, nos están sumiendo nuevamente en la polarización que puede conducirnos a la confrontación”.

NO SE VALE amigos que en lugar de avanzar, regresemos a la época de la Constituyente y que veamos indiferentes el asesinato de quienes denuncian públicamente los errores y deslices del Estado. Estamos inmersos en una guerra ideológica tanto o más peligrosa que la que vino después de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda hay espacio aquí para el refrán de las abuelitas: “como el cangrejo, para atrás vamos mijo”.

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