René Arturo Villegas Lara

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En cada pueblo se conmemora la Semana Santa con actos comunes y con particularidades propias del lugar. Recuerdo en Chiquimulilla, allá por 1947, a  don Toyo Salazar Juárez, talabartero de oficio, quien era un hombre excepcionalmente entusiasta para organizar actividades deportivas y culturales que distrajeran a los vecinos de un pueblo alejado, sin luz,  en lejano tiempo sin cine y sin nada de nada para divertirse.

¡Pues bien! Don Toyo tenía dentro de sus haberes, una edición del libro El Mártir del Gólgota, que trajo cuando se vino a vivir aquí, procedente de Jutiapa. Con ese libro logró armar un diálogo entre los personajes de la Pasión, y por única y última vez se presentó el drama con personajes vivos. Para representar a Jesús escogió a don Lito Alemán, un sastre con aspecto de  moro, por el color de su piel. Para el soldado que iba dándole latigazos a Jesús, se buscó a Dagoberto Orozco, hijo de doña Chilana Orozco, y cuenta que frente al beneficio de don Tuno Pivaral, ahora desaparecido, el tal soldado no se medía en los latigazos por una rencilla que había entre ellos, hasta que llegó el momento en que don  Lito se volvió y le dijo a Dagoberto: “Me vas pegando de verdad hijo de la gran…” La representación en vivo de la pasión principió el jueves con la presentación de la última cena, que se representó en el Cine Morales; y siguió el Viernes Santo. Y recuerdo que a don Lito lo crucificaron en el campo de básquet que estaba a la par del correo, donde después funcionó un negocio de don Enrique León. Y cuando todo concluyó, los soldados lo dejaron colgado en la cruz y le cayó un aguacero de esos que ocasionalmente caen en abril. En la esquina de la casa de doña Elvira Grajeda, en el Barrio de San Sebastián o barrio de arriba, acostumbraban realizar los encuentros de la imagen de Jesús con las vírgenes María, María Magdalena, Verónica y San Juan. Cada imagen era acercada a Jesús y la virgen Verónica extendía un lienzo con el rostro del galileo. Luego aparecía don Nayo Salazar, papá de Irene y del dibujante Genaro, quien representando a Simón Cirineo le quitaba  la cruz a la imagen de Jesús y él la cargaba hasta la iglesia. Mientras tanto, adelante y procedente del oratorio de San Sebastián, iba un grupo de xincas cargando una cruz adornada con collares de flores de Surumay y era la cruz donde horas más tarde se llevaba a cabo la crucifixión. Después venía el solemne descenso y otra imagen de Cristo Yacente se colocaba en la urna y el Santo Entierro salía a las tres de la tarde  y regresaba a las cinco de la mañana del sábado. Ya en la mañana del sábado, después que cantaran y antes de agarrar para las playas de Monterrico o el Hawái, los irreverentes del pueblo leían el testamento de Judas con críticas a vecinos y el alcalde, y luego los patojos y grandes mal educados, despedazaban las efigies de Judas y uno tenía que hacerse los quites porque las cabezas eran julones de cocos secos  que se tiraban a diestra y siniestra.  Julones le decimos en la costa a los cocos vacíos después de sacarle el agua y la carne de coco, palabra que no conoce el diccionario de la real.

Hay muchas cosas que contar de la Semana Mayor en mi pueblo.

¿Cómo olvidar las torrejas, los molletes, el pescado envuelto en huevo y el curtido que preparaba mi tía Chus, para comer toda la semana porque ella no salía de la Iglesia; cómo olvidar al centurión que a saber de dónde sacaba la espada que sacaba chispas en el empedrado frente a la urna del Santo Entierro; cómo  olvidar los pastelitos fritos que vendía la Nía Marcela o el ponche con guarito que vendía la Nía Soledad; cómo olvidar a don Chico Bulla  vendiendo franceses con macarela que en ese tiempo y a esa edad nos parecía un bocado de Cardenal? Pero, todo eso es nostalgia, Son recuerdos de un pueblo que ya se fue y no volverá.

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