René Arturo Villegas Lara

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Esta aldea tenía un nombre raro; se llamaba Potrerillos y como tal no aparecía en el mapa nacional, por muy cuidadoso y minucioso haya sido el geógrafo que lo hizo, mucho menos constaba en la geografía de don Vicente Rivas. Pero eso a nadie le importaba, pues la única preocupación era ser felices, lo que únicamente se consigue en la soledad. ¿Y por qué eran felices los vivientes? Principiando porque no había autoridades de ninguna clase: ni alcaldes auxiliares ni policías ni disputas electorales ni nada. Incluso los candidatos a alcalde del municipio al que se suponía que pertenecía Potrerillos, nunca le pedían a la autoridad que pusieran aquí una mesa receptora de votos, porque nadie iba a votar, nadie tenía cédula electoral y nadie era empleado del Estado como para que le impusieran multa por no ir por gusto a la urna. La verdad es que se trataba de un universo perdido, como que se hubiera ido en un hoyo negro del firmamento. Por eso en Potrerillos no había tiempo ni almanaques prendidos en las paredes. Sólo nos preocupaba la llegada del día y de la noche; el día para salir a los potreros a buscar qué comer, matando conejos o desenterrado yucas y traer un tercio de leñas o chiriviscos para cocer los frijoles cuando había. La milpa era raro que diera maíz y siempre se quedaba en mulquite, porque casi nunca llovía y el milperío se queda en jilote. Po eso en Potrerillos las mujeres aprendieron a moler la maza con granos de maíz subdesarrollados, que se trituraban con todo y los olotes tiernos que raspaban el galio cuando uno se tragaba las tortillas camagüe. Y figúrense que la única tienda que había era la de un chino, pues, no hay solo lugar en donde no haya un chino; pero. El tal chino solo vendía macarelas con tiempo vencido, sal, frijoles con gorgojos, algunos machetes corvos y unos cuantos azadones todos oxidados. De todos modos sobrevivíamos con lo que Dios proveyera. Un día llegó un pequeño circo de mala muerte, que lo formaban un payazo, un volatín, una bailarina toda gorda y un mico del Petén; y el payaso, que era mexicano, nos enseñó que todo lo que se mueve se come y que se podían comer los grillos hervidos con sal, que se ponían rojos como camaroncillo, y también los huevos de hormiga. Al principio fuimos un poco reacios a esos animalitos y a los huevos de hormiga; pero cuando sentimos que no nos inflaba la panza, todos los vecinos andábamos agarrando grillos y cueveando hormigueros para sacar los huevos. El chino fue una vez a la capital, caminando a pie como treinta kilómetros para poder llegar a la estación del tren que había en El Jícaro. Cuando regresó, traía un tanate de ropa usada que compró en una tienda de paca y un calendario que contenía predicciones sobre el tiempo: época de lluvia o de resequedad, que sirvió poco porque allí todos ignorábamos lo que era el invierno. La última vez que llovió fue hace quince años, cuando los cordonazos de San Antonio. Lo malo era que el tal calendario no tenía santoral, de manera que a cualquier nuevo cristiano se le ponía el nombre que al padre de la criatura se le antojara, incluyendo el de los árboles; por eso en la escuela había un alumno que se llamaba cedro y otro que se llamaba conacaste. En resumidas cuentas, la vida en esta desconocida aldea de Potrerillos era un simple hecho biológico, como puede ser la vida de una lombriz de tierra.

Cuando cumplí diecisiete años, tomé la decisión de irme de esta aldea, sin saber para dónde: pero, era preferible escapar hacia un horizonte incierto, que esperar a que llegara el camión del cupo y me llevaran a la fuerza a la base de Jalapa. Así que pregunté por cuál camino debía irme y me dijeron que para el norte y que me guiara por las estrellas. Así que decidí abandonar esta soledad sin espacio y tiempo y salí a las cuatro de la madrugada, solo con un morral al hombro, un pantalón, una camisa y unos pixtones con sal como bastimento. El camino era pedregoso y serpenteaba entre colina y planicies llenas de breñales y zacate jaraguá, y había que tener cuidado de no tropezar con una serpiente de cascabel y que diera cuenta de mi existencia. Después de caminar como treinta kilómetros, por extensiones de tierra seca, en donde no había ni una sola vivienda, me encontré a un campesino que estaba reparando un cerco de alambre espigado, con un puño de lañas en la boca. Muy bondadoso el señor, me convidó a beber unos tragos de agua que llevaba en su tecomate. Cuando le pregunté que para dónde iba este camino, se concretó a contestarme con un rostro de lástima: “¡Hay muchacho. Este camino no tiene salidero. Por aquí no llega a ninguna parte que yo sepa!”. Así que, desconsolado, me regresé a Potrerillos. Afortunadamente el pequeño circo aún no había desmantelado la carpa y entonces me dieron trabajo de aprendiz de payaso, que era preferible a que llegara el camión y me agarraran para llenar el cupo de los que se llevaban al servicio.  

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