Mateo Echeverría
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“Maestro, ¿qué debemos hacer si nos detienen y nos deportan?», a lo que Él respondió: «Deben migrar setenta veces siete, y si ellos les piden los dólares y los vuelven a deportar, denles todo, la capa, la mochila, la botella de agua, los zapatos, y sacudan el polvo de sus pies, y vuelvan a migrar nuevamente de Centroamérica y de México, sin voltear a ver más nunca, atrás” Balam Rodrigo, Libro Centroamericano de los muertos.

Me encuentro en el parqueo, agazapado como un advenedizo, viendo desde lejos a los bouncers, que dejan entrar a unos y a otros no, según criterios de selección que toman en cuenta aspectos físicos, si “traen” chavas –preferiblemente guapas–, o si son conocidos, o al menos conocen a alguien dentro para que les ayude a entrar.

Veo la entrada abarrotada como la vi tantas veces. Dos parejas acaban de llegar y se acercan entre el montón de gente que aguarda. Los hombres estrechan la mano con el bouncer y avanzan sin mucha dificultad dando paso a sus novias. Empiezo a seguirlos como un fantasma sin que nadie me note. Una vez dentro nos topamos con la muchedumbre intentando bailar. Los veo abrirse paso con cierta dificultad hasta la mesa que les asignaron, en donde esperan que les traigan una botella carísima mientras se deleitan con el ornamento de la noche: las chavas guapas –algunas menores de edad– o enanos cuya coreografía se ve hasta el fondo. Al menos es lo que logro distinguir entre las luces y el humo, mientras la masa amorfa sigue la cadencia de la música house o reggaetón.

Me desespera el ambiente, solo ebrio he podido disfrutarlo. Salgo y veo de nuevo a los bouncers agotados por la hora y la gestión que les toca. Algunos los odian y otros los aman, pero pocos entienden que ellos solo siguen órdenes; unas que les dejarían afuera si vinieran como aspirantes clientes. Sigue la fila desde las nueve de la noche, ya casi dos horas. Dependiendo de lo lleno que esté el lugar imagino que los dejarán entrar en un rato. “¿No hay más reservas?”, pregunta uno de ellos. “No que yo sepa”, le contesta el otro. Un borracho insiste en entrar, pero no se lo permiten. Otros se han rendido y se marcharon a otros lugares.

Los audios que se hicieron públicos hace unos meses hicieron explícito lo que todos, de alguna manera u otra, ya sabíamos: los elementos étnicos-raciales, además de los puramente estéticos y de género, forman parte de los criterios para discriminar el ingreso de personas a la discoteca llamada Plus. También elementos de clase, pero no puramente monetarios, sino relacionados al capital social, por ejemplo: ser hijo de papás conocidos. Por lo mismo, los audios me parecen, además de irreverentes, irrelevantes. Irrelevantes porque ponen en palabras lo que los actos llevan gritando desde que tengo memoria. En ese sentido, los audios son la superficie, la mera epidermis, que esconde una manera de sentir, desear y pensar guatemalteca. Porque no solo ocurre en ese lugar, ni en bares o discotecas, sino también en muchos otros sitios e instituciones.

Lo relevante entonces –y por ello el título de “el síndrome de plusito”– es entender ese deseo de segregación que es mucho más generalizado de lo que se suele aceptar. De hecho, así escogen muchos papás los colegios para sus hijos, muchos adolescentes la universidad, los deportes que practican, los lugares que frecuentan. A lo mejor si la discriminación fuera solo en función del poder adquisitivo –que entre quien quiera que pueda pagarlo– tales políticas fueran menos reseñables y pocos señalaríamos la relación estructural que hay entre clase económica y etnia. Sin embargo, pese a la dificultad de vernos al espejo, podemos entrever una fuerte demanda por separarse de los “otros” y mantener ciertos lugares para un “nosotros”.

Hasta ahora hemos venido ejemplificando o poniendo en relieve la complejidad de la identidad individual y colectiva guatemalteca. Todavía no tenemos ninguna respuesta, pero les pregunto a quienes insisten en una identidad común: ¿qué sucede cuando en la práctica diaria se implementa ese deseo de segregación a gran escala?

Quizá no sepamos quiénes somos “nosotros”, pero veamos cómo los audios definen quiénes son los posibles “otros” que sí tenemos bien identificados: son de tez morena u oscura (fenotipo), desagradables a la vista (estética) y/o carecen del capital social (clase). Por su crudeza y locuacidad repito las palabras de uno de los audios cuando se refiere a unas chavas que parecen “recogidas de barranco”. Es una exclusividad que te asegura estar entre “conocidos”, “conocidos de conocidos” o a quienes supuestamente quisieras conocer. En fin, entre un “nosotros”. (“Madre, es que Guate es re chiquita, verdá muchá”).

Una vez superamos el mal hábito que nos tiene acostumbrados a pensarlo todo en términos legales (“pero eso es legal, bro”), se instala un silencio del cual brotan esas preguntas incómodas: ¿lo que dicen los audios es racista? ¿Son todas las discriminaciones racistas y cuáles podrían no serlo? O al revés, ¿todo racismo es discriminar o también se puede manifestar como invisibilización, olvido, negación? ¿El racismo es solo discriminar por el color de piel, la vestimenta o puede ser más? En las conversaciones que tuve sobre este suceso me fui encontrando con una ignorancia étnica descomunal. Es increíble lo acostumbrados que estamos a la imposición de una cultura dominante y el miedo que se siente a los “otros” a quienes se les atribuye peligro. Por cierto, como pequeño detalle, estas respuestas me las dieron personas que insisten en la unidad de los guatemaltecos para salir adelante, insisten en que las divisiones son nocivas, sin embargo, quieren una separación de facto. Un doble discurso que son capaces de tener sin ver problema alguno.

Como relato personal, vuelvo sobre la enorme ignorancia étnica de muchos capitalinos, pues estoy entre ellos. Todavía recuerdo la primera vez que escuché en el colegio las palabras indígena, ladino, mestizo, criollo. Ruborizado dudé de si alguna hablaba sobre mí. Mestizo me sonaba a mezcla, pero mis papás y abuelos parecían “blancos”, por lo que no veía una mezcla cercana. Ladino y criollo eran categorías que no entendía, pero eran posibles por descarte porque la certeza que tenía era que indígena no era. Sin embargo, lo no-indígena, la negación del indio, no bastaba. Y los textos de ciencias sociales del colegio me confundían aún más.

En cualquier caso, cuando estaba en el colegio, esa realidad me resultaba muy lejana, tanto en el tiempo –porque lo estudiábamos como algo ocurrido durante el período colonial o la independencia que ya pasó pero no ha dejado de pasar– como por el lugar –porque mis compañeritos y compañeritas (sobre todo la niña de ojos azules que me traía enamorado) nos veíamos similares. Ante tanta confusión solo me consolaba pensar que quizá solo éramos guatemaltecos, chapines como decían los de clase orgullosos, y que las divisiones étnicas eran cosa del pasado, un anacronismo, pese a que ser chapín me dijera más bien poco. Menos aún cuando terminaban las clases y salía a buscar a mi mamá para irme, y veía algunas mujeres con “traje típico” esperando a otros alumnos para llevarlos al carro. Ahí seguía tan presente, pero oculta por mi entorno, la “otredad”, las divisiones étnicas estaban aquí, se hacía presente el pasado que ya pasó pero no ha dejado de pasar.

De mayor empecé a leer y mi confusión no hizo más que aumentar. A lo mejor porque estoy leyendo bien. Algunos hablan de que el indio es una realidad creada de subyugación que desaparecerá cuando desaparezcan los elementos de explotación (Severo Martínez); otros que es el ladino la realidad creada como ficción (Guzmán Bockler), un paria (Mario Payeras), o incluso una no-identidad (Cojtí); también otros señalan que el ladino es un ser mestizo intercultural (Mario Roberto Morales) y otras distinciones conceptuales que terminan por complejizarlo aún más. Yo, la última vez que me lo preguntaron cuando salí del país dije (decidí más bien) que soy mestizo, porque no solo la sangre o el físico determinan mi adscripción étnica, sino una cultura y un pasado compartido, pese a que ignore gran parte de él.

Entonces pienso en los pocos indígenas que conocí cuando estaba en el colegio, con los cuales compartía espacios, si es que se le puede decir así. Más que conocerlos, los veía y solían estar en posiciones de servicio: empleadas, personal de limpieza, jardineros, choferes. Algunos eran ladinos, ladinos pobres, claro. Pero de otros sabía que eran indígenas por cómo se vestían y hablaban, a los que me encontraba cuando viajábamos con mi familia al lago de Atitlán. Está de más recordar que los indígenas son, según el censo de 2018, casi la mitad de la población. Creo que el testimonio que refleja dos realidades completamente separadas habla por sí mismo y dudo mucho de que sea algo excepcional. A lo mejor es que el pasado que ya pasó no ha dejado de pasar.

Escribiendo este pequeño texto relacionado a la identidad guatemalteca y al “síndrome de plusito” se me ocurre que quizá todos tenemos un pequeño bouncer interno, como los de Plus, con el que vemos a los otros con mayor desconfianza (incluso desprecio) cuando visten como indígenas, hablan un idioma maya o no parecen de “buena familia”. Podríamos ser morenos, no tener relación con los que tienen privilegios y pese a ello mantener criterios de bouncers que nos excluyen de tantas cosas. Sobre todo, nos excluyen de los beneficios de la interacción con lo diverso, lo mucho que podríamos aprender de otras culturas superiores a la nuestra, bajo ciertos parámetros y según qué ámbitos. Especialmente en los beneficios económicos, porque sería un error quedarnos en lo cultural, con riesgo a que se vea como algo “lindo” para aprender y que no cambie las estructuras de base. Sin embargo, ya en el plano cultural, cualquier lugar que intente manejar criterios más inclusivos, rápido caería en la calificación de ser un lugar para shumos o choleros y probablemente no será tan rentable. Me gusta fantasear con la cholerización de plusito, como me cuentan sucedió con partes de la zona 1 décadas atrás.

Arribados a este momento, mi pregunta sería: ¿por qué la diversidad se busca como algo beneficiosa cuando vamos al extranjero (bro, me encantó la universidad, había gente de todas las culturas), mientras que en nuestro país huimos de ella, a no ser que el indígena esté en el sector servicio o sea parte del folklore nacional? ¿Por qué no somos capaces de crear un lugar de encuentro que promueva la interacción entre los que somos diferentes?; ¿por qué los mestizos/ladinos aspiramos a aprender otros idiomas menos los nuestros (aunque fuera un poco)?; ¿por qué nos cuesta aceptar tanto otras maneras de ser, de pensar y de actuar que no sean bajo parámetros occidentales de eficiencia o utilitarios? ¿No es la diversidad algo valioso en sí mismo? ¿O solo cuando es blanca y occidental? Como dije al inicio, esta es una crítica para empezar a cuestionar la posición dominante y relativizarla.

Para cerrar este pequeño borrador, por si las flies, aclaro que estas palabras no forman un texto-flecha que va lanzado como acusación hacia otros, sino que es un texto-bumerán que vuelve hacia mí. A lo mejor algunos se sientan aludidos, pero la crítica me concierne, pues lo hago desde un lugar de autocrítica (como casi todo lo que escribo). No solo porque me interpela como participante y beneficiario de una cultura hegemónica (dominante, por si la palabra suena extraña), sino porque conozco la dinámica de primera mano. También aclaro que no es un texto que busca redención de algún tipo (ni falta me hace). Es un gesto de transparencia necesario para tensar todo lo que está en juego. Solo con esa tensión ya habremos ganado algo: un ejercicio que nos obligue a vernos y, ojalá, a reflexionar.

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