Autor: Luis Javier Medina Chapas
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¿Cuántas veces has dicho la palabra corrupción? Seguramente si estudias una carrera social o te interesa la coyuntura nacional la mencionas a menudo. Es casi una certeza que las palabras corrupción y corrupto/a son de las más utilizadas en nuestro país como consecuencia de nuestra clase política y de las dinámicas que persisten en todo el Estado guatemalteco. Peor aún, si retrocedemos en el tiempo y volvemos al año 2015, fecha que catapultó dicha problemática a la opinión pública del país, nos daremos cuenta que tal fenómeno se ha vuelto nuestro pan de cada día.
Pero, ¿qué es la corrupción? Y, sobre todo, ¿cómo eliminarla? A esto me dedicaré en esta serie de dos artículos, principiando con la primera pregunta y una parte de la segunda.
La corrupción, como aquel mal que afecta las sociedades en general y principalmente al ámbito político, puede ser entendida como el acto en el cual algo se corrompe o es corrompido, es decir, cuando algo es modificado en torno a sus funciones y finalidades (RAE, 2022) Esta es una definición general y contempla cualquier actividad humana u objeto: el agua puede ser alterada con algún otro químico, la tierra puede ser modificada en cuanto a sus propiedades o un libro puede ser trastocado en cuanto a su contenido.
Sin embargo, si del aspecto político se trata, la mejor definición para hablar sobre corrupción es la que expresa Transparencia Internacional, la cual señala que la corrupción es el abuso de poder que ha sido encomendado para beneficio privado. ¿Nos hace eco dicha definición? Y es que, lamentablemente en Guatemala, la corrupción de la que más se habla es de la corrupción pública. Ya sea si son casos sobre nepotismo, pago de favores, sobornos e incluso privilegios a ciertas empresas. Es siempre la misma problemática: instrumentalizando el poder para fines de terceros.
¿A quién no le indignaría esto? Seguramente no solo al empresario que paga impuestos, sino a la ciudadanía en general que ante sus propios ojos observa cómo los recursos destinados para seguridad, justicia, educación o infraestructura, terminan en personas particulares. Y ni se diga de utilizar la posición de poder para usos totalmente alejados al bienestar general: plazas fantasmas, contratos adjudicados a empresas de familiares, privilegios a personas que estuvieron en campaña electoral y la lista sigue.
No obstante, vamos a lo concreto, ¿qué se debe hacer para eliminar esta indignante situación? Lo primero a mencionar es que no se debe buscar la solución únicamente desde el aspecto penal. Si bien es necesario que existan penas congruentes con los delitos de corrupción y que existan instituciones independientes y con capacidad para perseguir penalmente a cualquier servidor público que atente contra la transparencia, es necesario entender que estas son solo respuestas cortoplacistas al fenómeno. ¿De qué sirve tener un Ministerio Público eficiente, o una Contraloría de Cuentas comprometida si las demás instituciones, en especial las de la justicia, están cooptadas, generando mayor corrupción e impunidad?
Y aquí viene mi primera propuesta: no abordar el fenómeno única y exclusivamente desde una mirada penal, sino también desde una mirada preventiva, en la que coexistan tanto ciertas medidas anticorrupción como también instituciones comprometidas con la transparencia y la justicia. ¿Cuáles pueden ser estas medidas? Acompáñame la próxima semana a descubrir “otras miradas” de manera que le encontremos una salida a esta problemática que agobia nuestro país.