Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Con las normas establecidas por la Constitución del 65 era realmente difícil la formación de partidos políticos, no solo por la enorme cantidad de afiliados que se exigía, sino porque las autoridades exageraban los requisitos con la intención de no dar luz verde a nuevas entidades. Fueron años en los que existían el Movimiento de Liberación Nacional, el Partido Revolucionario, la Democracia Cristiana y el Partido Institucional Democrático, citados en el orden en que se fueron formando, y ese tipo de monopolio dio lugar a que se hablara de una partidocracia muy negativa porque limitaba la participación ciudadana.

En la constituyente del 85 uno de los mayores intereses fue abrir el espectro político y terminar con ese férreo control que hacía prácticamente imposible la inscripción de nuevos partidos. Se redujo notablemente la cantidad de afiliados, a casi un diez por ciento de lo que antes se pedía, y se dieron toda clase de facilidades para que sugieran nuevas organizaciones que sirvieran para canalizar la participación de los ciudadanos en la vida política, así como la militancia para generar movimientos de democracia interna en cada una de las organizaciones.

Las buenas intenciones fueron manifiestas y se tuvo que derrotar al grueso de diputados que tenían militancia en alguno de los entonces partidos tradicionales, es decir el MLN, PR, DC y PID, pero finalmente se impuso una mayoría que buscó facilitar la ampliación del espectro. Nunca, sin embargo, se imaginaron lo que terminaría por producir esa buena intención porque finalmente se abrió tanto la puerta que a lo largo de los últimos casi 40 años hemos visto nacer y morir a una inmensa cantidad de partidos y en la elección actual serán casi treinta los símbolos que aparecerán en las papeletas.

Muchos de esos partidos, como se puede comprobar fácilmente, son verdaderos grupos familiares que se unen para postular a los miembros de un clan a la gama de puestos que hay disponibles. No hay ideologías ni prácticas realmente democráticas que pudieran ser fundamentales para el avance en el ejercicio de la verdadera representación popular, sino que simplemente se trata de mini partiditos que se organizan para acomodar a cuando pariente esté ansioso de buscar un puesto y que, desde la misma campaña, empiezan a mostrar su verdadera intención política, es decir la de vender el alma al diablo porque todos se colocan a disposición de quien pague más.

No por tanta oferta los ciudadanos tienen realmente muchas opciones para elegir porque, la verdad sea dicha, ninguna de las organizaciones representa una línea de pensamiento que pueda motivar a la identificación. Fuera del caudillismo que alimenta a las de mayor presencia pública y que pueden disponer de mayores esperanzas de voto, el resto pasa inadvertido para los electores porque nada hay que atraiga o sea inspirador para quienes piensan en la necesidad de un profundo cambio en nuestro sistema político.

Las papeletas serán inmensas sábanas con tipo de letra que demandará una poderosa lupa para poder ser leídos y las fotos de los candidatos serán minúsculas, tan pequeñas como sus probabilidades, pero es en ese contexto que nos acercamos a lo que Juan José Arévalo, en su tiempo, llamó “alegres elecciones”.

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